La épica de la transgresión

La épica de la transgresión

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En octubre de 2019 los mayores tenían trece años, otros apenas habían alcanzado los doce o los once. No conocieron un país con altos niveles de empleo, bajísima inflación, una inversión extranjera creciente y el sueño de alcanzar el nivel de Portugal en 2025. Si alguien les habla de estos temas reaccionan asqueados, les parecen preocupaciones típicas de la vulgaridad neoliberal.

Piensan que la generación que se movilizó en 2011 y aplaudió los sucesos de octubre fue un fracaso. Hoy están en La Moneda, claman por más fuerza pública, mantienen a las isapres y promueven alzas del transporte público cuando antes decían que debía ser gratuito (no alcanzan a percibir que gran parte de su agenda está viva, basta ver el resquicio con que quieren desalentar el voto de extranjeros).

Ellos, en cambio, son los herederos del 18 de octubre, que está llamada a ser una fecha fundacional, como el 18 de septiembre de 1810 o, todavía mejor, de la envergadura de ese 1 de enero de 1959, cuando Fidel entró en La Habana y consagró el triunfo de la Revolución Cubana. Es una fecha única, aunque algunos quieran borrarla de nuestra historia. Hasta el pueblo mismo se ha dejado engañar por los medios capitalistas y hoy pide más presencia militar tal como antes rechazó la Constitución que debería consagrar para siempre las conquistas de ese momento único. Por eso, hay que lograr que el 18 de octubre siga vivo y que crezca. Es necesario conseguir que se expanda por todo Chile y sea un modelo para el mundo entero: el de un país que fue la tumba del neoliberalismo.

¿Qué hacer para que ese momento único no pase al olvido, para que no entre a los libros de historia como un episodio más del pasado, al estilo de la República Socialista de 1932 u otros acontecimientos que ya nadie recuerda?

Para eso hay que evadir, romper con esa legalidad injusta, ese orden que les parece opresivo. No son diez pesos: es el futuro, el destino de todo el país, el cambio de sistema, la posibilidad de que muchas otras naciones sigan este ejemplo. El lugar es el metro, que, con sus trenes importados, sus diseños cuidados y su pretensión de modernidad, representa el símbolo máximo del modelo.

Hay que pararlo, perturbarlo, hacerlo inestable e inseguro, por más que los pasajeros protesten. Aunque esa gente, que ciertamente no es parte de las clases privilegiadas, llegue tarde a sus trabajos o a sus casas.

Hay que evadir por su bien, por más que ellos no estén en condiciones de darse cuenta, ya que no han leído los mismos libros, ni siguen las mismas redes sociales, ni tienen la suerte de contar con esos profesores conscientes de su misión de profetas de cátedra que sí han tenido los estudiantes en sus liceos. Hay que liberar a los ciudadanos de sus cadenas, aunque ellos no quieran ser liberados.

Uno podría pensar que detrás de las evasiones, del deterioro de los liceos emblemáticos, de los overoles blancos, está simplemente la triste herencia que nos dejó el gobierno de Bachelet II, que detuvo el progreso económico del país, destruyó la noción de mérito y menguó el protagonismo de la sociedad civil en la solución de los problemas que afectan a nuestra sociedad. Puede haber algo o mucho de eso; pero no es todo, ni menos lo más importante.

Viene a mi mente Piola, de Luis Alejandro Pérez, una película chilena filmada durante 2018. Aparentemente, en la obra no pasa nada, simplemente muestra la vida de unos jóvenes de último año del liceo, en Quilicura. Son hijos de esa clase media baja que se ha esforzado por salir adelante con fortuna desigual. Sus padres han cumplido las reglas del sistema, pero eso no ha bastado para que, por ejemplo, puedan mantener un departamento que deben abandonar porque no les alcanzan los medios para pagarlo. O de esa madre que está sola con su hija, porque su pareja no aparece ni como extra en la película.

¿Qué hay en sus vidas? ¿Cuál es su horizonte? Solo un poco de rap. Es imposible ver esa obra notable y no pensar que esos mismos adolescentes iban a estar en un año más en la “primera línea” o lanzando piedras o destruyendo monumentos. ¿Porque son malos? Por supuesto que no son malvados: simplemente necesitan dar sentido a sus vidas.

Esos estudiantes que se saltan los controles del metro o se sientan en el borde del andén no están solo protestando por un alza de diez pesos, que ni siquiera los afecta a ellos. Me parece que lo que ellos buscan es un poco de épica en sus vidas, ahogadas en el nihilismo. Son la encarnación práctica de las ideas que les transmite su profesor de Filosofía en 4° medio al comienzo de la película: no hay algo permanente, no hay criterios absolutos, solo tenemos la nada.

Mucho antes que Piola, Gonzalo Vial había anunciado en 2007 las consecuencias imprevistas de las transformaciones que había experimentado Chile. Eran tan impresionantes, que la marginalidad había dejado de estar en el centro de la preocupación de los gobiernos y los medios: “Mientras la pobreza se mantenga en los niveles en que se encuentra, mientras las drogas, el alcohol, la promiscuidad sigan deteriorando a la juventud, la crisis tarde o temprano estallará. Yo espero no verla y me encantaría equivocarme, pero dadas las circunstancias, ¿por qué habría de ser de otra forma?”. Vial no lo vio. Sin la teatralidad de octubre de 2019, nosotros lo vemos todos los días. (El Mercurio)

Joaquín García Huidobro