Moisés Naím ha denominado “huracán político” a las transformaciones que está produciendo el incremento de las clases medias a escala global: a ellas le atribuye la elección de Trump, el Brexit, la caída de gobiernos (democráticos) y la “oleada mundial de protestas callejeras”. Uno de sus ejemplos es Chile, “una de las sociedades más estables de Latinoamérica”, sacudida por protestas, abstención y expresiones de decepción con el gobierno y las instituciones.
La clase media, sin embargo, carece de definición o, mejor dicho, sólo acepta una definición relativa: es toda la gente que, en una sociedad dada, no es rica ni pobre, dispone de los medios de supervivencia y tiene acceso a todos los servicios básicos de la civilización. No es igual la clase media china que la belga, ni la brasileña que la rusa. Para que ocurra entre todas ellas un fenómeno común se tiene que producir una convergencia entre orígenes muy diferentes: en las sociedades ricas, el estancamiento; en las sociedades pobres, el temor al retroceso entre las personas que recién han logrado salir de la pobreza. Este último es el fenómeno masivo en China y Brasil, y el fenómeno progresivo en Chile.
Las clases medias definirán las elecciones de noviembre, como decidieron ya las del 2013. ¿Quiénes las integran? Si se toma como medida el ingreso per cápita ajustado a precios de paridad de compra (unos 23.950 dólares), la media-media del ingreso de los chilenos está en el orden de un millón 200 mil pesos. Pero las clases medias se expanden hacia abajo y hacia arriba, desde los 600 mil pesos hasta los dos millones. La socióloga Emmanuelle Barozet ha hecho notar una paradoja: con esta definición económica cumple sólo el 30% de los chilenos, pero las encuestas de identificación socioeconómica indican que un 70% “se siente” de clase media. Esta distinción es importante, porque refleja la convivencia tirante de una realidad material con una psicología social, una tensión cuya expresión política se torna aún más impredecible que con la sola definición de clase. Y refleja también una segunda cosa: las familias salidas de la pobreza en las dos últimas décadas -más o menos un 20% de las familias- se apretujan en las zonas bajas de las clases medias, con esfuerzos dramáticos para no caer de allí.
En cualquier caso, reales o imaginarias, esas clases medias, más educadas, mejor informadas, preocupadas de su futuro, han decidido los últimos torneos electorales. Aún más: en un cuadro de altas abstenciones, como las que se han producido desde el 2012 en adelante, parecen ser las que más votan. Y todas las señales conocidas indican que lo harán en una dirección contraria a la que tomaron hace cuatro años. ¿Es esto posible?
El marxismo tradicional detestaba (detesta) a las clases medias precisamente por su nadería, por su significación nula dentro de la gran confrontación entre el capital y el trabajo, entre la burguesía y el proletariado. Podía admitir alianzas de oportunidad con ellas, como fueron los frentes amplios y las alianzas antifascistas, pero a la hora de la revolución tendrían que sufrir el mismo destino que los explotadores, como efectivamente ocurrió primero en la Unión Soviética y después en China. El marxismo sospechaba (sospecha) que estas clases medias, por su propio origen -comercio, servicios, artesanado, intermediación-, estaría siempre al servicio del capitalismo y por eso le reservaba hasta una designación con un toque despectivo: pequeña burguesía.
El desprecio del marxismo es también un reflejo de la dificultad para interpretar a las clases medias. Por mucho tiempo se asumió que esta tarea la cumplirían los partidos de centro, si es que esto existe. Ergo, la alianza entre los partidos de izquierda y los de centro tendría que constituir una “mayoría sociológica”, una hegemonía indisputable por todo el tiempo que esa alianza durase.
Esa presunción es la que se ha venido resquebrajando desde el 2009 en adelante. Y lo esencial de ese cambio se encuentra en el crecimiento de las clases medias: allí nacen la volatilidad política, los problemas de participación y la discusión sobre la legitimidad de las instituciones.
Las clases medias carecen de ideología o, mejor aun, la rechazan instintivamente. Cuando más, tienen una ética política asociada a su historia favorita: el sacrificio, el esfuerzo y el premio correspondiente. En esa anchura se pueden encontrar al mismo tiempo las peores expresiones de egoísmo (como la xenofobia) y las mayores muestras de generosidad. La idea individualista, liberal, del progreso obtenido gracias al esfuerzo propio se combina, en dosis variables, con la idea colectivista, iliberal, del derecho a recibir un fuerte soporte del Estado o, dicho de otra manera, la obligación del gobierno de proveer las seguridades para no retornar nunca a la pobreza.
Así como es relativa la definición de clase media en función de la situación de la economía en que vive, también es relativa en función de su contexto político y de su historia cercana. En el Este de Europa, donde una vez campearon los regímenes comunistas, las clases medias sostienen a gobiernos fronterizos con el fascismo, y de sus manos ha crecido la ultraderecha en Francia y Alemania. Pero en Brasil o Uruguay, que sufrieron dictaduras de derecha, han glorificado a personajes como Lula o Pepe Mujica, y en Italia apoyan a una excentricidad liderada por un cómico.
Las clases medias pueden ser enigmáticas como las esfinges, pero no impenetrables ni incomprensibles. Su lógica no es lineal y deriva de una combinación muy compleja de factores personales y ambientales. Quizás más que nunca, los políticos de hoy necesitan oídos extremadamente finos. En las elecciones de noviembre, las clases medias actuarán con su racionalidad de siempre: un ojo en el presente y el otro en el futuro inmediato. (La Tercera)
Ascanio Cavallo