En estos días, cuando la democracia ha sido burdamente avasallada en Venezuela -quien se apronta a gobernar en ese país por los próximos seis años no parece ser ni de cerca el candidato ganador en las urnas- resulta oportuno traer a colación la inigualable gesta que hace poco más de tres décadas devolvió al pueblo chileno la soberanía para elegir a sus autoridades y decidir el destino de la nación en elecciones populares. Ocho gobernantes, cinco hombres y una mujer (dos de ellos reelegidos para un segundo período) han sido impecablemente elegidos sin ninguna interrupción -ni reclamaciones- desde 1990.
Durante años la nuestra ha sido considerada como una democracia plena -son poco más de una veintena en el mundo- por la Unidad de Inteligencia de la revista The Economist. Aunque Chile salió hace poco de ese privilegiado grupo de países, sigue manteniéndose en la parte alta del ranking de las mejores democracias del mundo. Desde luego, ninguna contienda electoral ha sido manipulada por los incumbentes ni controvertida por sus opositores en treinta y tres años de ejercicio democrático (la última tuvo lugar en diciembre pasado con ocasión del plebiscito de salida del segundo proceso constitucional). Se trata de una virtud institucional del más alto valor que los chilenos hemos gestado y cultivado trabajosamente, porque la democracia es notablemente frágil -lo demuestra el hecho que actualmente una minoría de naciones en el mundo la gozan plenamente- y su interrupción por parte de sus enemigos suele resultar más fácil de lo que muchos de los que viven a su amparo están dispuestos a creer.
Dos años antes de la histórica fecha del 5 de octubre de 1988, la democracia asomaba todavía inalcanzable para la mayoría de los chilenos, sobre todo después del fallido atentado en la cuesta de Achupallas a inicios de septiembre de 1986, del que Pinochet salió indemne. Pero un grupo de políticos liderados por Patricio Aylwin tenía la improbable convicción que la oposición podía ganar el plebiscito previsto en el calendario electoral del propio gobierno militar, por la vía del simple expediente de inscribirse en los registros electorales (que habían sido caducados en noviembre de 1973). El resto es historia: la gran mayoría de los chilenos se inscribieron para votar en ese referéndum, en el que triunfó la oposición por un margen apreciable, dando paso a las elecciones presidenciales de 1989 en las que, a su vez, resultó ganador el propio Patricio Aylwin, quién asumiría la presidencia en marzo de 1990. Así concluyó, institucionalmente, la dictadura militar, sin un asomo de violencia ni desborde institucional, dando paso al que sería un período de paz y progreso como ninguno que ha tenido el país en su historia. Fue cuando la pobreza cayó a los niveles que se observan en países desarrollados y cuando emergió una vibrante clase media. Y fue también cuando Chile sintió que cruzar las puertas del desarrollo ya no era un meta lejana e inalcanzable.
Sería difícil exagerar las virtudes de esa gesta democrática de la que, pese a la preocupante caída de calidad de la política y de la confianza que la ciudadanía deposita en algunas de sus instituciones, seguimos siendo herederos privilegiados. No hace mucho -poco menos de cinco años- que sentimos que los valores democráticos se desvanecían entre nosotros. Ninguna democracia es indemne a los ataques de sus enemigos y la nuestra no es la excepción. A la luz de lo que está ocurriendo en Venezuela -una tragedia que lleva incubándose ya por décadas-, los chilenos no debemos ni por un instante cejar en la defensa y cuidado del bien más preciado que nos ha legado la civilización y la modernidad. (El Líbero)
Claudio Hohmann