La falacia del monigote-Álvaro Ortúzar

La falacia del monigote-Álvaro Ortúzar

Compartir

Ni su condición de egresado de Derecho -por más que haya transcurrido mucho tiempo- ni el juramento de cumplir y hacer cumplir la Constitución y la ley que hizo al asumir el cargo de jefe del Estado fueron obstáculo para que el Presidente Boric ordenara celebrar un contrato expresamente prohibido. La larga cadena de espoliques, funcionarios y abogados, sujetos a la misma obligación de conocer y aplicar normas elementales, callaron. Descarto la ignorancia de la ley porque nadie puede alegarla, pero además porque hasta el más mínimo sentido común indica que el Estado y los ministros y parlamentarios no pueden tener conflictos de interés (nada más visible en una compraventa, en que se enfrentan, bajo el estímulo de la sana codicia, el vendedor, que quiere el mayor precio y el comprador, que aspira al más bajo). Para evitar este peligro desde hace más de 100 años que existe la prohibición de ciertos funcionarios de contratar con el Estado. La consecuencia constitucional es la dejación forzada del cargo. En Derecho Civil, dichas autoridades son consideradas incapaces absolutas (en sentido jurídico, por cierto), para celebrarlo, a tal punto que la nulidad del contrato debe declararla el juez de oficio, o pedirse por cualquiera (es una acción popular).

Como solución, el Estado y la ministra y senadora, han anunciado que resciliarán la operación (algo así como “aquí no ha pasado nada”). Pero lo cierto, aunque se pregone otra cosa, es que el contrato se celebró y el Estado pagó el precio. La cláusula quinta de la escritura pública dice: “La parte compradora paga el precio de venta en este acto al contado a la parte vendedora, quien declara recibirlo a su entera satisfacción, y en consecuencia declara íntegramente pagado el precio de la compraventa”. Este es el único hecho que la Constitución exige para que operen las sanciones de pérdida del cargo.

No obstante, el Presidente, sus ministros y la senadora han argüido explicaciones que los estudiosos del discurso jurídico llaman falacias argumentales. Primero, sugirieron que la operación era perfectamente válida porque el control de legalidad había sido ejercido por la Contraloría, infiriendo que, por provenir el permiso de la autoridad responsable de esa revisión, queda justificada su propia ignorancia de la Constitución y la ley y el quebrantamiento flagrante de sus normas. El argumento de autoridad, desde John Locke, filósofo y pensador (Siglo XV), se conoce como una falacia ad verecundiam. Luego, apelaron a que la compra materializaba un sentido anhelo del pueblo de preservar la memoria del expresidente Allende, adquiriendo su casa para museo. Se sostiene, en este caso, que la opinión general valida el acto nulo, pero ello no es sino una demagógica falacia ad populum. Hoy dicen que no se perfeccionó el contrato, que existió buena fe, que no se alcanzó a pagar el precio. No puede haber un intento más evidente de confundir a la ciudadanía, distrayendo la verdad jurídica con pistas falsas acerca de su legitimidad. Y esta es la famosa “falacia del monigote”.

Álvaro Ortúzar