Milan Kundera plantea que lo trágico nos entrega consuelo, al darnos la ilusión de la grandeza humana. En cambio lo cómico resulta más cruel: revela el sinsentido de la existencia, el absurdo de todo cuanto nos rodea. Antes lo había dicho Ionesco: “Poca cosa separa lo horrible de lo cómico”.
De pronto estas palabras ayudan a comprender por qué los escritores cómicos suelen estar en segunda fila respecto de quienes revelan el sentido trágico de la vida. En la literatura que se desarrolló en los países de la órbita soviética esta situación se aprecia con nitidez. Y es obvio, porque no hay nada más difícil de comprender que la ironía, esa luz tenue que cubre una obra con una pátina de ambigüedad, incerteza y ligera desesperación.
Un maestro en esa cuerda fue Serguey Dovlátov, autor que viene recién descubriéndose, lentamente, al compás de las traducciones realizadas por las editoriales Ikusager, Fulgencio Pimentel y Añosluz. Después de estudiar filología en Leningrado y servir al Ejército Rojo entre 1962 y 1965, se dedicó al periodismo, hasta que en 1978 fue exiliado. Un gran libro para entrar en él es El compromiso, que recoge buena parte de su experiencia como periodista en Tallin. Los cuentos comienzan con una nota informativa que puede tener ocho líneas o una carilla, y luego viene el relato propiamente tal, que se basa en el contexto en que el narrador escribió la noticia o en las consecuencias que ésta produjo.
En un texto hilarante, por ejemplo, al autor lo amonestan por colocar los países que asistieron a un congreso en orden alfabético. El abecedario es “una palabra oportunista”, dice su editor, quien lo conmina a seguir una secuencia donde primero van los países soviéticos y después los capitalistas. Desde luego, los problemas no terminan con esa indicación… El narrador de Dovlátov posee un escepticismo que lo ayuda a detectar cuánta maquinación hay en el manejo de la información, es decir, de la realidad. Esa distancia que mantiene con el poder subraya el absurdo e invita a preguntarse ¿qué es un funcionario?, figura central en todo totalitarismo.
Es la misma interrogante que subyace a los relatos de Ismaíl Kadaré. Mi preferido es “La historia de la liga albanesa de escritores”, donde un joven que sueña con una prostituta es enviado a una industria textil por su relajamiento del espíritu revolucionario. El trabajo en la fábrica, sin embargo, no hace más que acentuar su excentricidad, quizá la mejor manera de esquivar la vulgaridad de los burócratas.
Los personajes de Dovlátov y Kadaré no son héroes de la resistencia. Muy por el contrario, son sujetos cómicos: carecen de certezas y son en esencia ambiguos: obedecen, pero al mismo tiempo son incapaces de obedecer y de comprometerse con los objetivos que exigen sus superiores. Esa reserva de individualidad, en un sistema que pretendía borrar las fronteras entre lo privado y lo público, los vuelve entrañables, o sencillamente humanos. (La Tercera)
Álvaro Matus