De todos los políticos que ha conocido la centroderecha en los últimos treinta años Piñera es, sin duda, el más talentoso. A fin de cuentas, desde Maquiavelo, el éxito político en el sentido más técnico de la expresión se mide esencialmente por la capacidad de adquirir y mantener el poder. Y Piñera no solo logró ser el primer presidente de centroderecha en casi tres décadas –el segundo en más de medio siglo- sino repetirse el plato casi sin respirar entremedio. En un país como Chile, donde la derecha simplemente no ganaba elecciones presidenciales, lo de Piñera no puede sino ser considerado una hazaña.
Es cierto que acomodó el discurso hacia la izquierda, que cometió muchos errores políticos que en parte pavimentaron el camino para una aplastante victoria de la Nueva Mayoría la vez anterior y que desilusionó a buena parte de su sector. Todo eso es verdad y, sin embargo, Piñera se las arregló para volver al poder y ser vitoreado como un salvador incluso por el mismo grupo que lo condenó cuando dejó La Moneda en su primer gobierno y que juró, sobre la tumba de sus antepasados, nunca más volver a votar por él.
Todos, incluyendo los militares en retiro que lo detestaban, le dieron finalmente el voto, pues él y nadie más que él, supo perfilarse, una vez más, como la mejor alternativa. Pero la historia aun no termina. Para los ojos de muchos Piñera podría terminar siendo efectivamente algo así como el “salvador” de Chile si por “salvador” entendemos a un líder no solo capaz de conseguir el poder, sino de edificar sobre él un proyecto que trascienda a su propia persona e incluso a su propio color político.
Si Piñera logra convertirse en más que un paréntesis en una larga trayectoria política nacional dominada de manera aplastante por la izquierda, se erigirá, plausiblemente, como el político chileno más relevante de la primera mitad de este siglo: uno que logró definitivamente torcer la porfiada mano de la historia para comenzar a escribirla desde la derecha. Por supuesto lo anterior no lo puede lograr solo.
Un trabajo político e intelectual de fondo que permita que un triunfo electoral se transforme en una victoria en el sentido histórico del término demanda de la participación de muchos actores distintos. Piñera, sin embargo, es el llamado a liderar la primera etapa de ese trabajo aunque no lo haga siempre de manera visible. Para ello, hay que insistir una vez más, debe reconocer que el verdadero triunfo no consiste en obtener el poder –que en si es un gran mérito- sino en conseguir domesticar con sus ideas al adversario.
En otras palabras, la victoria real de la centroderecha chilena se dará cuando la centroizquierda acepte como propias sus categorías de análisis, algo que ciertamente hizo la Concertación pero que en el camino fue desvaneciéndose. Después de todo, ¿cuál es el punto de detentar el poder si se va a usar para mover las cosas en la misma dirección que exige el adversario o si es para dejarlas inmóviles hasta que éste regrese y acabe lo que comenzó? Bachelet –o sus asesores- entendió esto perfectamente.
Aunque su fracaso político, otra vez en el sentido estricto del término, sea colosal y el costo que pagó fuera el desplome de la centroizquierda, en parte producto del rechazo a su retroexcavadora, su éxito en lo que realmente cuenta a largo plazo, que es mover los cimientos sobre los que se funda el devenir histórico del país, es innegable. Bachelet logró lo que ningún gobierno de izquierda había logrado: construir en una nueva dirección aprovechando fuerzas subterráneas que desde hace tiempo se venían incubando. No consiguió todo lo que quería –por lo que ahora pisa el acelerador consciente de que estas oportunidades no se repiten fácilmente en la vida de las naciones- pero indudablemente movió el pesado timón de la historia hacia la izquierda.
Esa es la prueba final de estatura política y Bachelet, más allá del enrome daño que temporalmente produjo a sus sector, la pasó. Está por verse si la centroderecha es capaz de volver a mover ese mismo timón hacia el lado opuesto o si se contenta con subirse por un rato a un barco sobre cuyo destino final tiene poco que decir. (DF)
Axel Kaiser