La lección de Notre Dame

La lección de Notre Dame

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Hace cinco años, Notre Dame estaba casi convertida en cenizas, y según se supo esta semana, y a juzgar por las imágenes que transmitió la televisión, está hoy resplandeciente. El contraste con las iglesias quemadas en Santiago y en regiones salta a la vista. Muchas de estas últimas fueron quemadas, pintarrajeadas y zaheridas (si es que algo así puede hacerse con algo físico) en los días de octubre del año 2019, y muchas, como a todos consta, siguen igual.

¿A qué se debe la prontitud con que Francia reparó esa Iglesia? ¿Qué enseña eso para lo que ocurrió en Chile?

Desde luego, puede decirse, como se oyó en la descripción del hecho que hacían los noticieros, que Francia llevó a cabo esa tarea para salvar lo que se considera una joya de la arquitectura gótica, y atribuir entonces a la agilidad con que se llevaron a cabo esas refacciones un interés puramente utilitario. Pero decir eso no es comprender del todo el asunto, porque la Catedral de Notre Dame no es solo un edificio —si lo fuera, si se tratara de una estructura material, sería indiscernible de cualquier otra estructura también material—, sino que ella es un trozo de cultura inseparable del sentido que se le asigna, la dirección hacia la que, existente o no, ella apunta, la forma en que derredor suyo se organiza el espacio y el horizonte. Es un edificio, claro; pero como saben los arquitectos, un edificio no es solo un edificio. Y es que las cosas humanas no se diferencian entre sí por la materialidad que las constituye, sino por el sentido de que son portadoras, el que se les insufló a la hora de construirlas. Por eso Mircea Eliade llama la atención acerca del hecho de que hay objetos culturales, como las iglesias, que solo pueden ser entendidas cuando se advierte que todas las sociedades se estructuran sobre la diferencia entre lo profano y lo sagrado, y que la línea que traza esa diferencia se expresa en momentos del tiempo (que están indicados en el calendario que separa los días del trabajo y los de agradecimiento o de fiesta) o en la forma en que, en torno a una creación, en este caso una iglesia, se organiza el espacio. Los franceses, que han hecho del laicismo republicano uno de sus rasgos más notorios, y a los que nadie podría tildar de retrógrados o pechoños, lo entienden perfectamente, y por eso se apresuraron en reunir dinero y convocar voluntades para reparar esa catedral derruida por el fuego.

La comparación con el caso de Chile es inevitable si se mira las iglesias derruidas y quemadas con raro entusiasmo en octubre del 2019, la mayor parte de las cuales sigue igual a como entonces quedaron.

Y lo que ese fenómeno indica o señala, o lo que ese fenómeno permite diagnosticar, es que una de las cosas que ocurrieron durante ese año y parte del tiempo que le siguió, y que al parecer aún dura, es que en Chile se borró, o se hizo esfuerzos por borrar, esa línea que estructura a todas las sociedades y a todas las culturas: la idea de que hay cosas profanas y cosas sagradas, y que las primeras son disponibles y las segundas, no; que las primeras están sometidas al tiempo ordinario y su espacio colmado por el quehacer del día a día, y las segundas, en cambio, no, puesto que establecen, o aspiran a establecer, un alto en el transcurso ordinario del reloj o diferenciar un espacio que de otra forma nos sería indiferente. Y es probable que todo lo que entonces ocurrió —el maltrato de la bandera, de las personas, de los monumentos— no fuera más que consecuencia de haberse borrado, o de haber querido borrar, esa línea invisible que permite distinguir lo que es sacro de lo que es profano.

Y es probable que todo lo anterior sea el resultado de algo que se ha reflexionado poco, a saber: cómo se constituyen las sociedades. Suele creerse (especialmente por parte de un liberalismo vulgar) que las sociedades son fruto de la simple agregación de voluntades individuales a cuya discreción existen y se organizan. Pero lo que sabemos, y lo que recuerda el caso de Notre Dame, es que no es así, que las sociedades requieren contar con un ámbito indisponible frente al cual la voluntad deba inclinarse y ceder.

Philip Rieff (fue marido de Susan Sontag, dicho sea de paso) llamó la atención acerca del hecho de que las sociedades deben inevitablemente descansar sobre un cierto culto, sobre la idea de que hay algo (no siempre religioso en sentido estricto, aunque lo religioso origina el culto por excelencia) que excede a la voluntad, que la limita y a la vez orienta su esfuerzo. Por eso, cuando los franceses celebran la recuperación de Notre Dame, celebran también la recuperación de sí mismos, y por eso, mientras las iglesias en Chile sigan derruidas y descuidadas, como un edificio en desuso, hay algo de lo que constituye a la sociabilidad que está entre nosotros pendiente. (El Mercurio)

Carlos Peña