Esta semana, Marco Enríquez-Ominami mostró un aspecto suyo que hasta ahora había apenas insinuado: la mala fe.
Los abogados llaman mala fe a la conciencia de actuar ilícitamente. Obra de mala fe quien sabe que obtuvo una ventaja o eludió una carga de manera ilícita. Pero ese no es exactamente el caso de ME-O. Lo suyo no es mala fe en el sentido legal de la expresión. Se trata de algo que en un político es todavía peor: de mala fe en el sentido sartreano de esa expresión.
J. P. Sartre -a quien ME-O, sin duda, ha leído- caracteriza la mala fe como la pretensión de un sujeto de desconocer que los actos que ejecuta fueron elegidos por él en la totalidad de sus consecuencias. Quien obra de mala fe se oculta a sí mismo, en suma, lo que él sabe eligió. Así, obra de mala fe el alcohólico que culpa a las circunstancias de su adicción, olvidando que esta última es el resultado de cada vez que decidió tomar una copa de más (por eso Sartre enseña que cada uno se elige a sí mismo en cada uno de sus actos).
Es el caso de ME-O.
Marco Enríquez-Ominami se ha presentado a sí mismo, desde que irrumpió como político profesional, como un sujeto distinto, alguien que era capaz de tomar distancia, objetiva y crítica, de las rutinas habituales de la política. Reclamó para sí ser un rebelde, alguien a quien incomodaban las rutinas mullidas del Parlamento, un sujeto capaz de reverdecer los ideales normativos y más radicales de la izquierda. A fin de llevar adelante esa imagen suya, organizó un partido y se dispuso a una larga travesía con el fin de formar una mayoría para alcanzar el poder.
Hasta ahí (y al margen de su falta de ideas, su exceso de ocurrencias y su narcisismo desbordado) lo suyo parecía notable. Un político con innegable carisma, capaz de rutinizarlo poco a poco, y formar así un partido de alcance nacional.
Pero he aquí que, según se sabe hoy, uno de sus asesores más cercanos mantenía, al parecer por mandato suyo, una relación de dependencia económica con SQM y con su controlador, Julio Ponce Lerou. Cientos de millones de pesos habrían salido -facturas ideológicamente falsas mediante- de SQM para financiar la actividad política de ME-O.
ME-O, sin embargo, pretenderá que lo anterior no lo afecta.
Y para sostenerlo se refugiará en que no fue él quien recibió los dineros, sino su asesor, y que lo que este último y el controlador de SQM pudieron pactar o convenir, lo hicieron ellos y no él. Agregará que todo eso es fruto de las circunstancias y del hecho que debió competir con rivales que eran capaces de recoger millones. Insinuará entonces que él, en el peor de los casos, fue un objeto inerte que debió dejarse favorecer con ese dinero como única forma de competir. En suma, que nada de lo que se le reprocha lo hizo o lo eligió. Que actuó movido por el viento de las circunstancias.
Mala fe pura.
Su actitud de estar el mayor tiempo posible a distancia de la fiscalía hasta que la postergación no pudo durar más; de simular más tarde, al asistir a declarar como imputado, que se trataba de un mitin político; de afirmar que no se refugiaría en el silencio, pero ocultarse en él cuando la interrogación de los fiscales se insinuó escrutadora; de llenar con palabras que salen a borbotones las preguntas que no quiere responder, pudo ser simple picardía, astucia, maniobra, habilidad para eludir las consecuencias de los propios actos.
Desgraciadamente, no es solo eso.
Es sobre todo mala fe.
Porque lo que ME-O está haciendo es desentenderse del conjunto de sus actos y de la trágica contradicción que significa para alguien que escogió ser el hijo del mito de Miguel Enríquez, dejarse objetivamente financiar por el yerno de Pinochet. Recordarle eso a ME-O no tiene nada de cruel, es simplemente ponerlo frente a lo que él escogió ser.
Y por eso cuando ME-O no da explicaciones de cómo acabó negando el ser que eligió para sí mismo, actúa con innegable mala fe.