Las Constituciones contienen una declaración de principios, generalmente en su primer capítulo. Poseen una redacción abierta o general que permite una doble función: su concreción mediante normas particulares y su interpretación permite iluminar conflictos en un caso concreto.
No entender esto fue una de las razones de la derrota de la Convención. Aunque nominalmente incluyeron principios, en realidad eran declaraciones específicas y concretas propias de un programa de gobierno, pero no de una Constitución. Entre estos principios se encontraban los relacionados a las demandas feministas y “de género”. Y han vuelto a plantearse en la Comisión Experta, dando por hecho que se consagrarán y que son una “conquista histórica”. Pero conviene revisar los supuestos que lo fundamentan y las consecuencias que conllevan.
Antes que todo conviene entender que la palabra “género” es omnicomprensiva, pues aparece en “subprincipios”, como la igualdad de género, la perspectiva de género en la función jurisdiccional, la prohibición de la violencia de género, el enfoque de género en la institucionalidad o, de forma genérica, en los derechos de género, englobando los derechos sexuales y reproductivos, la educación sexual integral, el derecho al cuidado y trabajo doméstico, el derecho a la identidad de género, etc. Como se ve, la palabra abarca un radio amplísimo de manifestaciones propias, sin considerar sus aplicaciones en otras áreas por el efecto común de irradiación de los principios constitucionales.
Básicamente, la palabra género se refiere a una compresión sobre la dimensión sexual de la persona, según la cual la sexualidad biológica (el sexo) no debería ser política ni culturalmente relevante. Se le da primacía social y psicológicamente a la percepción (subjetiva) que tenga la persona sobre sí misma, respecto del modo de sentir y vivir su propia sexualidad. Esta comprensión es la que se encuentra detrás de todas las demandas derivadas mencionadas en el párrafo anterior.
Consagrado este principio, el legislador, el juez, el funcionario público, el profesor, el médico, etc. no podrá ignorar la influencia en su ámbito particular. Pero no se trataría de una novedad en ninguno de esos ámbitos, pues un largo trabajo académico, comunicacional, de litigación y legislación estratégica, ya lo han hecho. Basta revisar el repertorio de sentencias con perspectiva de género de la Corte Suprema, las partidas de presupuesto de los Ministerios de la Mujer y Cultura, los proyectos de ley, los cursos de postgrado de las universidades o las jornadas de educación no sexista.
Por supuesto que alguno dirá que existe un buen feminismo, tan difícil de explicar y diferenciar del feminismo a secas, o que existen determinadas cuestiones razonables. Pero de su aparente bondad, razonabilidad o popularidad no se sigue la necesidad de su consagración constitucional. Y suponiendo que ello ocurra la interpretación vigente no es aquella que intenta plantear una alternativa distinta sino la que se ha sembrado con años de trabajo.
Incluir un principio feminista no es una buena idea. Las Constituciones establecen principios para todos los chilenos, sin distinción. Un principio “de género”, cualquiera sea su nombre, tiene una carga ideológica que se refleja en subprincipios o derechos, pero que provienen de un movimiento cuyo radicalismo fue una de las razones de la derrota de la Convención y que solo goza de la simpatía de un tercio de los chilenos.
Por ello no resulta curioso los resultados de la encuesta del Instituto de Políticas Públicas de la Universidad Andrés Bello, de marzo de 2023: un 56% está de acuerdo con que el feminismo actual es radical y un 14% no tenía opinión al respecto, manteniendo la tendencia desde 2020.
Por último, de consagrarse un principio feminista, cualquiera sea su nombre, solo se concretizará e interpretará por el feminismo a secas y no por un “buen” feminismo, pues el segundo no se originó como el primero: disputando y ganando todos los espacios. (El Líbero)
Roberto Astaburuaga