Este viernes, en la reunión sostenida en el Estadio San Jorge, la presidenta reconoció los errores y llamó a un «realismo sin renuncia».
Cuando pase el tiempo, esta reunión será recordada como uno de los acontecimientos de su segundo gobierno.
¿Qué significa el realismo al que llama la Presidenta? El realismo es, por supuesto, el apego a la realidad. Pero, ¿qué es la realidad?
¿Se trata de algo indócil a los deseos y propósitos humanos, al, en suma, que tiene un núcleo inconmovible al que es necesario adaptarse para así, paradójicamente, cambiarla? ¿O se trata en cambio de algo que los mismos seres humanos definen socialmente mediante una compleja trama de interpretaciones culturales y de luchas?
Ambos puntos de vista han inspirado a la política.
Durante décadas la élite concertacionista y de derecha creyó la primera alternativa. La realidad estaba allí enfrente, y se quería modificarla, era imprescindible conocerla y, paradójicamente, someterse a ella. Entonces los técnicos y los expertos fueron fundamentales. Estos años (desde la dictadura hasta Piñera, nada menos) imperaron los economistas, quienes dictaminaron cuáles eran los límites de lo posible. El resultado de esa hegemonía fue el deterioro de la política, la sustitución del debate por las comisiones de expertos, del político por el técnico, y, sin embargo, una aburrida y lenta prosperidad.
Con la llegada de la Presidenta Bachelet ganó influencia una nueva élite intelectual. Y la balanza se comenzó a inclinar a favor de la segunda alternativa. Los límites de lo posible, se creyó ahora, se definían socialmente. La sociedad (como diagnosticó un reciente informe del PNUD) se politizó y lo que antes parecía límite, desde la Constitución de supuestos del mercado, ahora fue invitación al cambio. Los ciudadanos, se pensó por fin recuperaron su sitio, y los expertos y los técnicos dejaron de tener la última palabra. La realidad podía definirse socialmente. Los años de la Concertación se miraron con cierto desdén, como si, por mano de los expertos, se hubiera ejecutado en ellos una traición cotidiana.
Ese cambio de concepción explica al gobierno de la Presidenta Bachelet.
Explica, desde luego, que en vez de contener las expectativas se las alentara; que se viera en las movilizaciones sociales un fracaso subterráneo de la modernización y no un signo de su éxito; que los expertos, en vez de crítica racional tuvieran simple rechazo; que las dos últimas décadas se vieran, incluso por los mismos que la construyeron, como un engaño del que era necesario despertar; que la retórica (¿alguien duda a estas alturas que fue sólo retórica?) del cambio estructural y paradigmático lo anegara todo; que el futuro pareciera, por momentos, un sueño sin orillas; que los límites de lo posible parecieran plásticos; que se viera en los anhelos de la calle el motor de la historia.
Es innegable -salta a la vista- que el gobierno de la Presidenta Bachelet creyó que se vivían tiempos en lo que la realidad podía redefinirse a partir de una nueva hegemonía cultural. Pero ocurre que la realidad, incluso para quienes piensan que está envuelta (desde Rosa Luxemburgo y Gramsci y Althusser y Lacan) tiene un núcleo inalterable: se trata de lo que Marx (a quien hoy ni siquiera la izquierda parece leer) llamaba las bases materiales de la existencia. Cuando se les olvida y descuida, hay desorden y entropía. Se trata de un aspecto indócil de la realidad que ninguna definición social de ella, ningún entusiasmo, ninguna hegemonía, podría, desgraciadamente, modificar.
Eso es más menos lo que acaba de reconocer la Presidenta.
Que se gobierna en la medida de lo posible. O como decía Marx, que toda época solo se planteaba con los objetivos que es capaz de alcanzar.
Solo queda que quienes convencieron a la Presidenta que la politización era igual al idealismo vulgar- que la influencia de la cultura en la realidad equivalía a la sustitución de la realidad por los deseos- comiencen a dar explicaciones o pidan excusas.