La ministra y Baquedano

La ministra y Baquedano

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Consultada la ministra Tohá acerca de si era partidaria, o no, de reponer al general Manuel Baquedano en la plaza que —todavía— lleva su nombre, luego de vacilar un momento, respondió que no, que preferiría que ello no ocurriera.

El argumento de la ministra del Interior parece plausible. Arguyó que había que desarrollar variadas consultas —focus groups entre ellos— para que, de esa manera, lo que se sitúe en el plinto hasta ahora vacío sea algo que “nos represente a todos y tenga sentido”.

Como se recuerda, la estatua del general Baquedano debió ser sacada de la plaza, también llamada Plaza Italia, luego que se hicieran frecuentes intentos de destruirla, de botarla del lugar donde estaba situada. Esos intentos se desplegaron por meses, sino por casi dos años.

Hasta que, para evitar que fuera destruida del todo, se la retiró.

¿Qué puede explicar que no se la reponga?

Desde luego, el argumento de la ministra (que para ser justos fue dicho en la premura de una entrevista radial) no parece muy acertado. Si bien las estatuas no tienen por función representarnos a todos (como dijo la ministra debía ser lo que ocupara ese lugar), a pesar de eso, no cabe duda de que la del general Baquedano resume o representa, en la figura de un individuo, un acontecimiento que está en el centro de la nacionalidad, de la formación de la conciencia nacional tal como se la concibió desde fines del XIX en adelante. No es correcto entonces pretender que cumpla una función representativa de la sensibilidad, inevitablemente volátil y cambiante, de la ciudadanía, menos si se la averigua mediante focus group y otras técnicas de entrevista, puesto que esa estatua simboliza no la sensibilidad cambiante del día a día, no los humores de la opinión pública, menos lo que prefiera la masa transeúnte, sino que su tarea es la conmemoración de lo que durante más de un siglo resumió parte de la conciencia nacional.

Sí, es cierto. Durante los acontecimientos de octubre del año diecinueve esa estatua intentó ser derribada múltiples veces; pero a estas alturas todos ya saben cuál era el origen y la naturaleza de ese fervor destructivo: se trató de un desplazamiento de significados en virtud del cual se instituyó a ese lugar y a esa figura como representativa de todos los malestares que la sociedad chilena entonces manifestó mediante una expresión de masas (que, por definición, no es reflexiva). Lo que ocurrió con Baquedano no fue fruto ni del revisionismo histórico reflexivo, ni tampoco un juicio ex post acerca de la guerra, o de las guerras en las que Chile participó, ni tampoco un rechazo de la corporación militar, sino que se trató de un fenómeno de transferencia en que se proyectó en esa figura la resistencia y la oposición a toda autoridad.

Hacer de ese fenómeno de transferencia —en que la masa proyectaba su resistencia a la autoridad o sus frustraciones, justificadas o no, en esa estatua— algo permanente puede constituir un error de grandes proporciones, porque importaría validar, ex post, lo que entonces ocurrió o, lo que es incluso peor, confesar que podría impunemente renacer de nuevo.

No se trata de reponer la estatua por simple sentimiento patriota, o patriotero, sino de hacerlo por sentido institucional: es perfectamente posible que las estatuas y los símbolos modifiquen en el tiempo su significado, pero lo que no parece razonable es que la autoridad pretenda adoptar a la luz de las encuestas (o de alguna otra forma plebiscitaria) una decisión que es relativa al lugar que poseen los acontecimientos en la memoria institucional. La memoria es también un asunto de política, y por eso lo que se decida en este asunto de Baquedano será expresivo de la forma en que se conciben las instituciones y la conciencia que las acompaña. (El Mercurio)

Carlos Peña