Los que se sienten pertenecer a la república y al Estado en forma perciben a esos otros como un submundo casi bárbaro al cual mantener a raya o incluso extirpar. A lo largo de nuestra historia —no solo la élite, sino también una voluble y volátil clase media— los ha llamado con distintos términos descalificadores: “los indios”, “los rotos”, “los maltenidos”, “el lumpen”, “los flaites”, etc. Son los malos, han sido segregados territorialmente, se les teme y estigmatiza. No obstante, acaso por ese arrinconamiento, ese grupo dispone desde hace mucho tiempo de un grado de cohesión mayor que el de los integrantes de la república liberal e ilustrada; poseen una propia economía, un sistema para resolver sus conflictos, reglas y estructuras precarias.
La novedad es que en las últimas décadas esta segunda república se ha tornado muy poderosa porque se ha hecho cargo de negocios prósperos que el Estado prohíbe, los cuales le han permitido dotarse de armas y de un pleno acceso a las nuevas tecnologías, entrenando sus soldados y generando una no menor coordinación. Tiene una suerte de Constitución propia, no escrita, que funciona y en la que la fuerza no está monopolizada centralmente; posee sus valores, sus gustos, modos de ser y relacionarse en múltiples facetas admirables y dentro de ellas conviven a duras penas segmentos disímiles y vulnerables a la violencia de los más fuertes.
No hay que confundirla con los pobres, porque entre sus miembros hay gente muy rica y en ningún caso los pobres le pertenecen de modo necesario, sino solo están más próximos físicamente a ella.
Es también un error pensar que su existencia se debe al “capitalismo neoliberal”. Si uno lee nuestra historia en sus fuentes, verá cómo este es un fenómeno de larga duración y también cómo periódicamente irrumpe aprovechándose de la vulnerabilidad circunstancial del Estado. Se entiende que para esta república informal, paralela, poco o nada de lo que es valioso para la primera tiene valor para ella y, en consecuencia, el proceso constituyente que se inicia es dudoso que sea percibido como relevante, porque es una iniciativa promovida, conducida y regulada por un Estado que los ha excluido y descuidado desde hace siglos y que, no sin razón, merece solo desconfianza. (El Mercurio)