Obligada por las circunstancias, la política teje un acuerdo que fija los márgenes de lo posible por los próximos 24 meses. El Estado gastará como nunca, pero, paradójicamente, no lo hará para prometer el cielo, sin para evitar el infierno.
Nunca antes las expectativas del debate público habían mutado tan dramáticamente en un semestre. Mientras en el verano debatíamos acerca de cuáles y cuán intensos debían ser los cambios estructurales para construir otro orden político, social y económico, hoy la pregunta es cómo lograr que no se pierda lo que hemos conquistado en superación de la pobreza, empleo digno e igualdad.
El orden y las conquistas que ayer eran execradas como despreciables, aparecen hoy como una meseta digna de ser mantenida. Conservar la salud, las fuentes de trabajo, la población sobre la línea de pobreza o la cadena alimenticia se frasean como metas ambiciosas.
La ola de modestia que la realidad ha impuesto al debate político abre oportunidades y riesgos. Entre estos últimos puede estar la falta de imaginación y ambición. El Estado tendrá un rol central en incentivar la recuperación y la reactivación económica (espero nadie invoque esta vez la subsidiariedad).
Podrá entonces incentivar unos modos de empleo y producción sobre otros. Si de infraestructura pública se trata, tendrá que escoger entre vías segregadas para locomoción colectiva, ciclovías, veredas, calles o puertos. Si de construir ciudad, podrá incentivar cualquier edificación u optar por mejores barrios para sectores pobres; si de estimular la contratación, el legislador podrá hacer diferencias respecto del empleo de jóvenes o mujeres; podrá premiarse cualquier actividad productiva o especialmente la que emplee energías limpias o recicle mejor su desperdicio.
A pesar de las restricciones y, paradójicamente en razón de ellas, el Estado tendrá más oportunidades de incidir en la matriz productiva y laboral de Chile. Pensar que la reactivación consiste en rebotar al mismo sitio en que estábamos sería despreciar una oportunidad de rediseñar, con realismo, imaginación y eficacia, un mejor futuro.
Pero la modestia que imponen las circunstancias nos servirán de muy poco, si no logramos una vuelta de tuerca en la cultura política. Me refiero a la necesidad de una aceptación más generalizada de que vivimos en la incertidumbre y que nos necesitamos en la deliberación publica para acertar o errar en este caminar a tientas. El debate público todavía parece lejos de ello.
Todavía está demasiado dominado por quienes creen tener la superioridad moral para imponer sus puntos de vista y para descalificar al otro en vez de trabarse en un dialogo de razones, en que cada cual se dispone a convencer, pero también arriesga ser convencido. Si la disposición a dar y recibir razones no logra ganar espacio en los debates en los medios de comunicación, en las redes sociales y en el Parlamento, la modestia política no pasara de ser una simple baja temporal generalizada de expectativas. Se perderá la posibilidad de volver a fundar la democracia en el único pilar en la que puede apoyarse: el reconocimiento generalizado de ser todos igualmente dignos e imperfectos y de necesitarnos para alcanzar mejores decisiones colectivas.
Por último, la modestia exige perentoriamente a las autoridades entender que su mandato popular es para ejercer un poder constitucionalmente delimitado y que la deliberación publica es imposible si no se atiene a las formas que la misma Constitución establece. Por desprestigiada que esté la Constitución vigente, la que rige es la única que puede fijar la cuota de poder de cada cual en el proceso de arribar a decisiones vinculantes.
Quien se sale de sus márgenes comete mucho más que un sacrilegio contra un papel gastado. Rompe la idea misma de que somos todos iguales en dignidad y derechos. En una sociedad pluralista de iguales, nadie puede exhibir otros títulos para imponer sus ideas que las determinadas cuotas de poder que, conforme a la Constitución vigente, haya recibido en las urnas. Por eso, el solemne acto de jurar respetarla, es ante todo, un símbolo del compromiso de no pretender erguirse sobre la igual dignidad de toda persona. (El Mercurio)
Jorge Correa Sutil