La presidenta Bachelet se propuso llevar a Chile en una dirección supuestamente más avanzada de la que traía. Se convenció de que era necesario quebrar la lógica política, económica y social con la que habían actuado los gobiernos concertacionistas, y de que había que efectuar un viraje que interpretara el sentir de los estudiantes que marchaban. Aunque el giro fue presentado como una opción progresista, apenas ocultaba su nexo con el viejo sistema de creencias de la izquierda estatista, fracasado en todo el mundo. Más que gobernar productivamente, había que “derrotar al neoliberalismo”. Eso explica los devaneos legislativos, las improvisaciones y, ciertamente, los malos resultados.
Si los estragos causados por la Nueva Mayoría no han sido peores, se debe a que el país construyó ciertas fortalezas en los gobiernos anteriores, y también a que algunas personas han bregado internamente contra la insensatez, como el ministro Rodrigo Valdés. En todo caso, este gobierno dejará una herencia muy pesada.
Pero no habría que sorprenderse por lo que pasó. La coalición bacheletista fue una asociación de poder, sin una visión compartida sobre el país, en la que los antiguos concertacionistas se esforzaron para no ser maltratados por los adalides del rumbo refundacional, depositarios de la confianza de la Mandataria. En dos años y cuatro meses, esa asociación recorrió el camino completo: entusiasmo exultante, desconcierto ante las encuestas, clima de sospechas, hasta llegar a la desagradable sensación actual de que no hay futuro.
¿Responsabilidades? La mayor, por supuesto, es de la Presidenta, pero los partidos oficialistas cargan con la suya. ¿Alguien recuerda la bochornosa incondicionalidad que mostraban los presidentes del Senado y la Cámara en 2014 hacia la Mandataria? ¿Hemos olvidado acaso la religiosidad programática que defendían numerosos parlamentarios? En todo caso, no hay cómo eludir el peso de la visión de Bachelet en todo lo ocurrido.
Este gobierno tiene derecho a reclamar reconocimiento por haber inaugurado la vía chilena al populismo. Su expresión más cruda ha sido el llamado proceso constituyente, modelo de plan de agitación y propaganda sin mayor preocupación por el daño que se pudiera causar a la estabilidad del país con una iniciativa inconsistente. Y ninguna inquietud tampoco por las platas públicas destinadas a ello.
Esperemos que quede alguna lección de la perniciosa dinámica que genera el populismo, caracterizada por la prédica de soluciones fáciles, la presión para que el Estado gaste sin medida, la idea de que hay derechos sin deberes y el ofrecimiento de igualdad a la vuelta de la esquina, todo lo cual provoca desastres como los que hemos visto en varios países de América Latina.
La mayoría de los chilenos anhela otro rumbo, alejado de las veleidades demagógicas, que refuerce la democracia, aliente el crecimiento y mejore las posibilidades de inclusión social. Se trata de asimilar las enseñanzas de lo que Chile hizo bien en los últimos 50 años, y no repetir aquello que hizo muy mal. Ojalá podamos. (La Tercera)
Sergio Muñoz