«Si Dios no existe, todo está permitido», repiten los creyentes, como si creer constituyera un seguro de buena conducta y como si no creer nos dejara enteramente indefensos ante las pulsiones egoístas y agresivas que todos tenemos. No obstante, la verdad pareciera estar en la fórmula opuesta, es decir, si Dios existe, todo está permitido. Si Dios existe (nuestro Dios, se entiende, no el falso que tienen otros), y si creemos que se le debe servir de manera incondicional y que es preciso expandir nuestra fe entre creyentes en otros dioses o en ninguno, lo más probable es que caigamos en el fanatismo religioso y nos comportemos de manera intolerante, belicosa y cruel, dispuestos incluso a levantar la espada contra los infieles. La historia del cristianismo constituye un buen ejemplo a ese respecto, puesto que blandió la espada e instaló hogueras y depósitos de aceite hirviendo para castigar a quienes negaban sus creencias.
No es raro, en consecuencia, que las últimas palabras pronunciadas por los terroristas que estrellaron aviones contra las Torres Gemelas de N. York hayan sido «Alá es grande», como tampoco lo es que, a renglón seguido, George Bush Jr. haya iniciado una guerra contra lo que consideró «el eje del mal» y efectuado la insólita confidencia de que una tarde, antes de ser Presidente, mientras bebía en una taberna de Texas, Dios le habló al oído y le dijo que se ocupara de cuidar a su país y la libertad en el mundo.
Bush nunca ha brillado por sus condiciones intelectuales y bien pudo considerar que Dios recorre los bares del mundo para alejar de la bebida a futuros presidentes, pero algo me dice que ni él cree en las declaraciones que formuló entonces. La invasión de Irak por Bush, Aznar y Tony Blair (este último hoy arrepentido y convertido súbitamente al catolicismo) se asentó no en la fe de esos líderes, sino en una mentira (que Irak poseía armas de destrucción masiva), en una evidente sed de venganza, y en consideraciones geopolíticas y económicas que tuvieron que ver con el petróleo y la industria armamentista. Pero la expedición de los tres mosqueteros necesitaba tener una justificación altruista y noble, y nada mejor para ello que echar mano de la religión, en este caso la cristiana, y aparentar que lo que estaba en juego no era dinero, influencia, armas ni petróleo, sino los valores del mundo occidental cristiano. La religión como pretexto, en suma, como un medio para ocultar o poner en segundo plano las verdaderas intenciones, como maquillaje para atenuar la fea expresión de pilotos y soldados que entraron en Irak con el ceño adusto y la frialdad de los que están dispuestos a matar. Casi 15 años después, los resultados positivos de esa acción brillan por su ausencia, aunque Bush, Aznar ni Blair se atreven ahora a culpar a Dios por el fracaso de su incursión militar.
Intuyo que algo parecido está pasando con el Islam como pretexto del Estado Islámico para exterminar kurdos, ocupar Siria, degollar rehenes occidentales, y asesinar masivamente a población civil en la capital de Francia. Los yihadistas dicen actuar en nombre de Alá y el Corán, proclaman encabezar una cruzada religiosa cuya finalidad es expandir su religión, y afirman encarnar valores que todo el planeta debería hacer suyos, aunque la verdad es que actúan movidos por intenciones políticas (constituir un Califato), territoriales (asentarse en una zona determinada), económicas (tener pozos de petróleo) y militares (disponer de armamento para defender posiciones y para sembrar el terror en Occidente). Otra vez la religión como pretexto, como droga con la que capturar jóvenes incautos, intelectualmente débiles, confundidos, tan dispuestos a matar como a morir, a los que, sin embargo, no se les lee el Corán antes de partir a sus misiones suicidas u homicidas. Lo que hacen es inyectarles Captagón, un cóctel de anfetaminas que los vuelve insensibles al dolor propio y ajeno.