¿Cuál fue su mayor legado? A primera vista, sacrificar la libertad por la igualdad, y hacerlo con un brutal despliegue de terror. Distinto habría sido un objetivo razonable como el de reducir la desigualdad de oportunidades. Para eso no se requiere terror. Pero los bolcheviques pretendían eliminar la desigualdad del todo y en todo. Lejos de entender que la igualdad absoluta es incompatible con la naturaleza humana, porque cada individuo es único, creían que sus ciudadanos eran como de barro, fáciles de moldear a los requisitos de su utopía. Cuando descubrieron que no lo eran, recurrieron a la violencia extrema. Para reeducar a aquellos que insistían en su individualidad. Para confiscar los bienes y privilegios de los «poderosos de siempre». Para también, claro, eliminar toda oposición.
Los conceptos detrás de esta cruenta revolución se habían ido consolidando ya en el siglo diecinueve ruso. Hacia 1870 ya era común en pensadores como Bakunin o Nechayev la idea de que hay que destruir la sociedad existente -¿con retroexcavadora?- para que surja una mejor. Destruirla no solo por la desigualdad que alberga, sino porque sus instituciones han maleado a la gente. Destruirla para que desde sus escombros nazca un hombre nuevo, inocente y bueno, un buen salvaje como el que había antes de que la maligna civilización lo enviciara.
De allí la necesidad de una dictadura, la que para camuflarla se llamó «del proletariado». Algunos, como Bakunin, quien era anarquista, pensaban que la dictadura debía durar solo lo necesario: una vez que todos estuvieran reeducados, el Estado mismo iba a poder desaparecer. En cambio los bolcheviques, más interesados en el poder que en la igualdad (y en esta siempre que no los incluyera a ellos), iban por una dictadura permanente. Ellos eran como Shigailov, el nihilista que inventa Dostoyevski en «Los demonios», su profética novela de 1872. Según Shigailov, «una décima parte de la humanidad ha de tener libertad personal y un derecho ilimitado sobre las nueve décimas partes restantes. Estas últimas deberán perder toda individualidad y convertirse en un rebaño. Mediante su absoluta sumisión, alcanzarán, tras un séquito de regeneraciones, la inocencia original, algo así como el Paraíso Terrenal».
Yo creí estar viviendo ese «paraíso terrenal» en 1963, cuando con unos compañeros de Oxford, estudiábamos en la Universidad de Moscú. Por un tiempo nos agradó la austeridad en que vivían nuestros amigos rusos. A esa edad da gusto denostar el consumismo que nos han impuesto nuestros progenitores. Mejor esta sociedad espartana, decíamos. Mejor también no tener que tomar demasiadas decisiones, me decía yo. Educado por benedictinos, algo me quedaba de la idea de que la obediencia da libertad.
Pero nuestras ilusiones paradisíacas se esfumaron cuando unos compañeros del PC italiano nos instaron a que los acompañáramos a las fiestas a las que iban ellos: las de las hijas de los generales de la KGB. Allí descubrimos cómo vivía el privilegiado décimo (¿o 0,1 por ciento?) de Shigailov. ¡Qué casas! ¡Qué lujo! ¡Qué sofisticación la de las anfitrionas al cumplir sus dieciocho años!
Allí entendimos que la verdadera impronta de la Unión Soviética no era la de sacrificar la libertad por la igualdad. Era la de sacrificarla nada más que para asegurar los privilegios de una élite abusadora.