La ‘santificazione’. ¿Hay espacios para liderazgos tipo Berlusconi?

La ‘santificazione’. ¿Hay espacios para liderazgos tipo Berlusconi?

Compartir

¿Existe algo que no sea mercancía?, ¿sucede algo fuera del espectáculo?, son las dos preguntas claves para entender a Silvio Berlusconi, conocido como “Il Cavaglieri” o “Il Caimano”. Su muerte ha producido una cierta expectación por el futuro de su país, pero también discusiones acerca del significado de esa excentricidad tan poco convencional que practicó. Ambos asuntos son fundamentales para entender su tipo de liderazgo. Peculiar, aunque controversial. Exitoso, pero intolerable. Un liderazgo marcado por la originalidad extrema.

Con esa singularidad supo captar las potencialidades del momento que le tocó vivir y pudo construir un liderazgo, si bien consciente de ser un puente entre el pasado y el futuro, pareció siempre mucho más preocupado por el presente. Por la inmediatez. A Berlusconi no le interesaba el devenir. Nunca nombró un sucesor en su partido Forza Italia. Ni siquiera a su hija Marina, la más cercana.

En ese punto tuvo una diferencia abismal con los líderes populistas latinoamericanos. No buscó eternizarse en el poder mediante triquiñuelas, ni se sintió profeta de alguna utopía gradilocuente. “Il caimano” se limitó a simbolizar lo que consideraba la “italianidad” y explotar las costumbres y capacidades de esa sociedad tan diversa, a veces fragmentada, pero con una evidente conexión idiosincrática.

Pese a su estilo controversial en extremo, consiguió indesmentibles éxitos electorales. Cuatro grandes victorias. Una de ellas con casi el 50% de los votos, en 2006. Sin embargo, sus detractores consideraban demasiado corrosiva su influencia. Berlusconi fue probablemente uno de los hombres públicos más denostado en los ambientes de la política tradicional. Demagogo, manipulador, símbolo de la decadencia política y cultural de Italia fue algunos de los calificativos que recibió.

Sin embargo, sufrió una demonización extraña. Apenas se invocaba su nombre, emergía una gran nostalgia por el sistema de partidos post Segunda Guerra Mundial. Un ejercicio raro, pues lanzaba automáticamente un manto de olvido sobre aquellos elementos que llevaron al desplome de aquel sistema. Podría asegurarse que Berlusconi gatillaba una añoranza -quimérica por supuesto- por hacer de la política y todas las actividades humanas ejemplos de previsibilidad y respeto mutuo.

Sin embargo, sus oponentes se desconcertaban por la forma cómo abordaba aquel ambiente hostil. Todo indica que se divertía con las imprecaciones. Su manera de retrucarlos llegó a límites inimaginables. Tildaba a sus adversarios de tristes, aburridos y propensos a las derrotas. A la canciller alemana A. Merkel le propinó palabras irreproducibles.

Sin embargo, ninguno de sus críticos ha logrado explicar hasta ahora de manera ecuánime, el éxito electoral de Berlusconi. Hay al menos dos preguntas sin respuestas.

¿Qué le permitió alcanzar un magnetismo tan colorido y excepcional? Nadie podría negar que Berlusconi encandiló a lo menos a media Italia. Il Cavaglieri no cayó del cielo.

Luego, ¿cómo obtuvo esa influencia tan desmesurada, si los políticos que le precedieron no sólo parecían incombustibles, sino poseían cualidades señeras? Hasta ahora, algo no encaja en las explicaciones. Basta comparar visualmente los funerales. Ninguno de los políticos tradicionales tuvo uno tan masivo y sentido. Ni Andreotti, ni Rumor, esos paradigmas demócrata-cristianos. Tampoco el del ícono socialista Bettino Craxi, o el de la gran figura comunista Enrico Berlinguer.

Una de las claves podría radicar en que Berlusconi demostró que se podía irrumpir, y ser efectivo en política, viniendo de ambientes completamente distintos. Del fútbol, del espectáculo, de la empresa (cualquiera que fuera). Por cierto, hay algunos políticos que dieron tal salto y llegaron a la cima con una carrera relativamente al margen de los partidos. Pero todos fueron efímeros. Casi por regla, en política, todos deben ascender al interior de sus respectivos partidos por caminos pedregosos y zigzagueantes. Berlusconi fue una excepción a ese verdadero axioma de que la política demanda que cada interesado tenga su propia y necesaria peregrinación a Canossa.

Otra clave podría encontrarse en la habilidad que tuvo para captar algunas cosas fundamentales del momento político que le tocó vivir. Por un lado, que lo teatral ayudaba y que había llegado el momento del desparpajo y la palabra fácil. Por otro, que en Italia se respiraba la necesidad de irradiar un optimismo a toda prueba. Con ese diagnóstico (probablemente resultado de la intuición) fue creando un liderazgo basado en un tipo de carisma enteramente personal, en una conexión directa con el sentido común y con capacidad para hablarle a cada individuo.

Hay, probablemente, también una clave de tipo estructural. Por mucho que se admiren las habilidades y la cazurrería de los grandes políticos tradicionales italianos, el sistema se desplomó producto grandes escándalos, como Tangentópoli y Mani Pulite. Fueron esos mismos políticos tradicionales quienes sepultaron la manera de hacer y concebir la política en la Italia postbélica. Protagonizaron hechos demasiado vergonzosos. Generaron un hastío irremediable contra la casta tradicional. Berlusconi tuvo la habilidad de calibrar aquel disgusto. En consecuencia, debe admitirse lo evidente. “Il caimano” revolucionó la política. No en vano, el influyente Corriere della Sera tituló el día de su muerte: “Ha cambiato l’Italia”.

Estas claves, invitan a pensar que quizás existan espacios para estos líderes en las democracias occidentales.

Huelga ahondar que justamente es el fastidio ese motor que da vida a la multiplicidad de democracias iliberales que están irrumpiendo. En dicho marco, bien pueden surgir líderes emuladores de aquella forma llana de dirigirse a los individuos, sin rodeos ni elucubraciones abstractas y que sepan captar lo que flota en el ambiente.

Luego, no es irrelevante que el relativo consenso en torno al papel de la meritocracia y democratización como vehículo para el ascenso de las clases medias, haya ampliado el espectro de posibles líderes a niveles inimaginables. Cada vez hay más líderes en ciernes, desde fuera de las élites tradicionales, ansiosos de emerger.

Corresponde recordar el origen de clase media de Berlusconi y su militancia juvenil en el Partido Socialista. También es bueno recordar que el popular salvadoreño Nayib Bukele tiene una trayectoria similar. Origen en sectores medios e inicialmente dirigente regional del Frente Farabundo Martí. Luego, se observa un fenómeno generalizado de empobrecimiento intelectual y cognitivo de la ciudadanía -vastamente estudiado por Sartori, por cierto- y que claramente debilita (o transforma) la democracia. Quizás, mirado en un horizonte más amplio y despojado de ideologismos, estos líderes estén inyectando un nuevo tipo de dinamismo en las sociedades. Esta vez, amparados en el llamado iliberalismo.

Por último, conviene tener presente que con Berlusconi no todo fueron bacanales bunga bunga. Jugó un papel bastante relevante en algunos asuntos internacionales. Pocos quieren recordar la cumbre de la OTAN de mayo de 2002, organizada por Berlusconi, a la cual invitó a Putin y Bush. Ambos firmaron la Declaración de Roma, un documento hoy olvidado, que si hubiese recibido debida atención pudo haber influido en que el diferendo ruso-ucraniano no terminara en rumbo de colisión.

Dejando de lado sus excesos verbales, una cosa es clara. De ahora en adelante, la política italiana si bien será más recatada, obedecerá, en cuestiones medulares a parámetros delineados por Il Cavaglieri. (El Líbero)

Iván Witker