Luego de cuatro años en la oposición, la derecha vuelve a La Moneda con la firme intención de no ser un gobierno paréntesis. Se proyecta al menos por dos periodos, hasta el 2026, con un programa ambicioso que contempla grandes acuerdos nacionales en torno a la infancia, la seguridad ciudadana, la salud, la paz en La Araucanía y el objetivo de convertir a Chile en el primer país de Latinoamérica en alcanzar el desarrollo y derrotar la pobreza. Todas las señales que ha dado el presidente Sebastián Piñera en las horas previas al cambio de mando y en su primera jornada como jefe de Estado van en aquella línea: buscar acuerdos, conseguir mayor unidad, restaurar “las confianzas de los ciudadanos en el gobierno, de los consumidores en la economía, de los inversionistas en el futuro”.
Piñera lo necesita: en un Congreso sin mayorías, no le basta con su sector político para gobernar y aspirar a proyectar en el tiempo a la derecha. Luego de una administración de Bachelet con un marcado acento transformador, que renunció tempranamente a los gradualismos y donde se visibilizaron las visiones encontradas sobre el camino que debe seguir el país, el nuevo mandatario recoge sus redes y apela a los que no están en las filas de Chile Vamos. Para llevar adelante un periodo fructífero, debe convencer a parte de la oposición, de cara a la ciudadanía, para juntar esfuerzos en torno a los objetivos que parecen consensuados.
En el video de anoche que antecedió a su primer discurso desde La Moneda de este mandato, Piñera mostró sus esfuerzos por retomar el clima político de los 90, marcado por la democracia de los acuerdos. Comenzó con guiños a O’Higgins, Alessandri Palma, Pedro Aguirre Cerda, pero lo de mayor simbolismo fueron los reconocimientos a Aylwin, Frei Ruiz-Tagle, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet. Finalmente, a la Concertación. Cada presidente puso un ladrillo en la historia de Chile -decía el profesor del video que le enseñaba La Moneda a un niño-, para reforzar que intentará superar la lógica de la retroexcavadora que finalmente terminó con la propia historia de la centroizquierda. Por convicción o estrategia, Piñera necesita de los otros.
Hace algunos días, en revista Capital, el exsubsecretario Mahmud Aleuy señalaba que la Nueva Mayoría consideró que la Democracia Cristiana era un problema aritmético, que pesaba entre el 6% y el 8%. “Y no: el centro político chileno es un problema político, no aritmético”, analizaba el socialista con mayor influencia dentro del gobierno saliente. Pues bien: Piñera parece comprenderlo y en sus primeras horas como gobernante se ha ocupado de dar señales a su sector político, por cierto, pero sobre todo al centro moderado que luego de los cuatro años de la Nueva Mayoría se halla huérfano, debilitado, al borde de la extinción. No es precisamente al Frente Amplio al que convoca, aunque uno de sus diputados, Gabriel Boric, se manifestó disponible para alcanzar consensos en materia de niñez: “Me alegro que la crisis del Sename sea prioridad. En el Frente Amplio entendemos la urgencia de abordar una reforma profunda al trato a la infancia y la necesidad de un acuerdo transversal para lograrlo. Disponible para trabajar con quien sea para este objetivo”, escribió en Twitter.
La de este domingo fue una jornada de cambio de mando limpia, republicana, fluida. Desde el extranjero llama la atención el orden y la aparente amistad cívica que marca los acontecimientos políticos, como las reuniones entre las autoridades que salen y las que entran de las últimas semanas y la cordialidad que se observa en el trato entre Bachelet y Piñera (nuevamente aparente). Pero salvo por declaraciones de buenas intenciones -como la de Boric- todavía es demasiado prematuro para sospechar el comportamiento de la oposición, que no es una sola ni tiene necesariamente los mismos objetivos.
La mayor complejidad del mandatario de Chile Vamos radica justamente en que al otro lado de la vereda tiene fuerzas disímiles, poco estructuradas, sin proyectos comunes y con la ausencia de liderazgos evidentes, salvo quizás el de Bachelet. La oposición, lo que era hasta las elecciones la Nueva Mayoría, es una amalgama deteriorada cuyo destino es todavía una incógnita. Será con esas fuerzas con las que Piñera, sus ministros y su coalición deberá entablar un diálogo político.
En 2009, en su segundo intento, Piñera alcanzó un triunfo histórico: derrotando a Frei Ruiz-Tagle, se convirtió en el primer presidente de derecha desde el retorno a la democracia en 1990. Su antecesor –Jorge Alessandri– había sido electo hacía bastantes décadas, en 1958. Piñera, entonces, fue finalmente quien quebró la hegemonía de la izquierda en Chile.
Hace cuatro años, sin embargo, la coalición no consiguió garantizar la sucesión, probablemente el mayor símbolo del fracaso político de un gobierno. Pero los chilenos le dieron una segunda oportunidad a la derecha: ésta que comenzó ayer al mediodía. En esta ocasión, el presidente no parece enfocado solo en la gestión, en llevar adelante una administración gerencial ni tiene en sus espaldas la difícil misión de reconstruir un país luego de un terremoto. Ha puesto -al parecer- en el lugar que le corresponde a la política, tiene mayor experiencia y cuenta con un bloque unido, al menos hasta ahora.
La derecha, en esta segunda oportunidad, llega al poder con un proyecto sólido basado en un diagnóstico profundo sobre el nuevo Chile construido en los últimos 30 años: ese 65% de chilenos de clase media vulnerable que salió de la pobreza desde la llegada de la democracia y que tanto le costó comprender a la centroizquierda. De tener éxito en la lectura y en las propuestas de políticas sociales, de no tener mala suerte con la oposición y su apertura a llegar a acuerdos en determinadas materias, la derecha dejaría de ser una excepción. (Por Rocío Montes. DF)