La sociedad chilena ha experimentado una imprevisible seguidilla de maltratos desde que hace cinco años, en octubre de 2019, el país estalló en llamas por los cuatro costados, sufriendo saqueos e incivilidades que se prolongaron por semanas y meses. Desde entonces la degradación -pero también la chapucería- no nos ha dado respiro. Hay momentos que no se sabe si es la una o la otra, o las dos.
Paradójicamente, poco después la emergencia sanitaria de 2020, con su secuela de contagio y muerte, pasamos por uno de nuestros mejores momentos en mucho tiempo, cuando el gobierno y el Estado implementaron un exitoso plan de vacunación que en ese breve tiempo nos puso a un nivel de gestión de clase mundial. Como consecuencia, muchas vidas se salvaron y la normalidad pudo recuperarse aquí antes que en otros territorios nacionales. Fue quizá la última vez -de eso hace ya casi tres años-, que el país estuvo a la altura de las circunstancias enfrentando un desafío de semejante envergadura.
Notablemente, somos una sociedad remecida con frecuencia por temblores y terremotos. Hemos desarrollado una extraordinaria resiliencia para gestionar esos duros embates de la naturaleza, tanto en lo que se refiere a la prevención de sus daños -en Chile las casas y los edificios no se caen ni siquiera en los peores terremotos-, como a la reconstrucción de las infraestructuras que suelen resultar gravemente afectadas.
Sin embargo, ninguna sociedad está preparada para los terremotos sociales ni para la sucesión de eventos que ha acaecido últimamente entre nosotros, uno tras otro, sin darnos descanso. Las malas noticias, sobre todo desde el ámbito político y administrativo del Estado, han pulverizado la confianza en la mayoría de las instituciones y, lo que es peor, han reducido significativamente la que ha gozado orgullosamente la democracia desde su recuperación en 1990.
¿Cómo se sigue desde el lugar al que hemos llegado, quizás el punto más bajo desde que escapáramos a duras penas del abismo del estallido social, ahora que la certeza del Presidente Lagos -eso de que en Chile “las instituciones funcionan”- ya no tiene validez entre nosotros? ¿Qué hacer ante un maltrato inmisericorde que tienen a las principales instituciones a mal traer?
La máxima de que los problemas de la democracia se resuelven con más democracia se encuentra de pronto en duda, cuando a muchos les comienza a parecer que el problema es precisamente su incapacidad para hacer frente a la delincuencia, a la corrupción, a las carencias materiales y a las incertidumbres crecientes del porvenir.
Pero no nos engañemos ni por un momento. No es que la democracia haya dejado de ser el sistema político por antonomasia para enfrentar pacíficamente los conflictos que surgen en la sociedad. No es que haya perdido sus bondades para dirimir entre proyectos políticos competitivos, bajo la regla que garantiza la alternancia cada cierto tiempo -cuando el electorado vota por el signo contrario al del gobierno en ejercicio. No es que por ella aumente la inseguridad ciudadana a niveles intolerables. Nada de eso.
La sociedad maltratada encontrará siempre un buen remedio en la democracia. No hay otro refugio para la injusticia y los abusos que el estado de derecho. Si dejamos de creerlo, entonces le abriremos paso al maltrato institucionalizado de un régimen iliberal o de una dictadura, donde la libertad es una quimera. En consecuencia, sigue siendo cierto que los problemas de la sociedad se arreglan con más y no con menos democracia. Cuando esos problemas persisten a causa de los defectos del sistema político y de sus partidos, o de la inadecuada representación política en el Parlamento, o de un imperfecto sistema de votaciones, lo que corresponde -en nuestro caso es urgente- es modificar las reglas que han llevado a la degradación, antes que la democracia caiga ella misma en el descrédito.
Y es que no hay un buen sucedáneo que la reemplace, desde luego no la revolución del siglo 20 ni tampoco el iliberalismo del siglo 21, porque como afirmó sabiamente Churchill “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”. La sociedad maltratada en la que se desenvuelven nuestras trayectorias vitales no debiera ser motivo para poner en duda esa convicción, sino que un impulso decidido para reformar lo que requiera reparación y arreglo. (El Líbero)
Claudio Hohmann