Desde la Revolución Francesa data la idea de que hay que regenerar, cambiar corazones, y lograr la conversión nacional. No habiendo nada qué salvar del pasado, nada a qué aferrarse, hay que proponer una nueva pedagogía que corrija todo lo malo heredado.
Idealmente hay que convertir la sociedad en una escuela, moldear a sus ciudadanos, sobre todo a niños o tratarlos como tales y, si es necesario, obligarlos, internarlos, ofrecerles modelos cívicos en qué inspirarse, instruirlos en sus “derechos”, arraigarlos en la revolución/resurrección que agita los ánimos contemporáneos. Sólo así se habrá de conjugar “la completa libertad con la docilidad completa”. Ése: el ideal y sueño totalitario de la educación cívica en pro del “hombre nuevo” (sigo en todo esto a Mona Ozouf, historiadora).
A esta idea se opondría el liberalismo más moderado que siguió a la Revolución que postulara, en cambio, la necesidad de cultivar la Historia como disciplina intelectual. Algo muy distinto: trabajar la vocación de asombro, motivar a leer, pensar e interpretar. Lo cual no siempre se logró. Y por eso los progresistas liberales fueron también unos sectarios. Impusieron la educación obligatoria fiscalizada, un currículo nacional, convirtiéndose en meros maestros de escuela que lo sabían todo aunque ignorantes. Ello no obstante, el curso de historia (la principal asignatura durante el s. XIX, no la de educación cívica, algo más burdo), sirvió para estimular la discusión e inquietud de que, al menos, en lo político, las cosas no son blanco/negro sino más complejas y plurales. Y, lo decisivo, que el pasado importa y que no es cuestión de andar refundándose de tanto en tanto como país.
Resabio de este progresismo radical, si no revolucionismo pedagógico, es lo que, en parte, está detrás del llamado de Bachelet a estudiar y elaborar una nueva Constitución partiendo por su primera fase: la de “educación cívica”. Con un costo -el del “proceso”- de US$ 4 millones que el Congreso debe aprobar, seguido de varios años de deliberación ciudadana con elecciones parlamentarias de por medio, fomentando un clima de agitación y concientización que habrá de desembocar en un plebiscito (otro invento soberano popular revolucionario). Por eso los tiempos, los gastos (manejados por la Presidencia, no un ente imparcial), y los mecanismos elegidos. Algo inédito en este país.
¿De la mano de quién estará esta primera fase? ¿De quiénes si no de esas múltiples ONG “ciudadanas” y futuros profesores de “historia”, versión militante, pro movimientos sociales, que las universidades estatales producen promoción tras promoción? Compartí un panel de discusión el otro día con un ex dirigente estudiantil, ahora de una de estas ONG, que me impresionó por su ignorancia y sesgo. Sostuvo que “habiendo corrupción e impunidad, las reglas del juego dan lo mismo“, hay que saltarse el sistema. Al final, abogó por “más democracia” y, a modo de ilustración mostró en su power point una foto gigante de más movilizaciones tipo año 2011.