De todas las instituciones sociales, la universidad es la única que hace del ejercicio racional su quehacer más propio. Quien se incorpora a la universidad adquiere el compromiso de que sus intereses, puntos de vista, pertenencias y lealtades se subordinen a los deberes que impone la racionalidad. Entre estos deberes se cuentan, desde luego, el igual reconocimiento a todos, cualquiera sea su origen; la exclusión de la coacción o de la amenaza de coacción para imponer el propio punto de vista, y la defensa del pluralismo entendido no como un defecto que hay que tolerar, sino como un bien que hay que cuidar y estimular.
Esos principios —que derivan de la índole ilustrada de la institución universitaria— deben ser recordados hoy día, en que un conflicto internacional y la protesta por una crisis humanitaria amenazan con extenderse al interior de las universidades.
¿Qué se debe concluir cuando se intenta discernir racionalmente ese conflicto y qué enseñanza se sigue de él para la vida en nuestras universidades?
Ante todo, ha de tenerse en consideración que la pertenencia étnica y el homenaje a la propia memoria no debe resultar opuesta, en modo alguno, a la pertenencia a la nación chilena. En Chile hay judíos y hay palestinos, y en la medida que ambos son chilenos, tienen deberes recíprocos de respeto y de cooperación entre ellos que deben serles demandados. No se trata de que a pretexto de la nacionalidad que comparten escondan o eludan los puntos de vista relativos a su origen y el conflicto que con él se arrastra; pero sí se trata de que sean capaces de procesar y discernir los diversos aspectos de ese conflicto sobre la base de que pertenecen a una misma comunidad de futuro.
La nación chilena no es una comunidad ni étnica, ni de tierra, ni de sangre, es una comunidad de futuro y de respeto a las instituciones, y en ella caben por igual, en relaciones recíprocas de igualdad, judíos y palestinos.
Sobre la base de lo anterior, y a la hora de discernir racionalmente los diversos aspectos de ese conflicto, los miembros de la institución universitaria han de saber distinguir entre el problema nacional palestino e israelí, por una parte, donde cada uno, judíos y palestinos, tiene derecho al autogobierno colectivo y a una existencia autónoma y en paz, del conflicto entre una democracia liberal como la del Estado de Israel, y una ideología iliberal, o mejor antiliberal, como la de Hamas, que niega el derecho a existir del pueblo judío y de cada uno de sus integrantes, y descree de la tolerancia liberal, de la igualdad y del derecho a expresión de las minorías.
Por eso es incomprensible que en Occidente y en las universidades se confunda a esa ideología con la causa nacional palestina y, en el colmo de la insensatez, se defienda a quienes la sostienen. No se puede aceptar que una ideología intolerante e iliberal se camufle tras una legítima causa nacional, ni consentir que las víctimas inocentes de Palestina —fruto de un furor vengativo que debe detenerse— le sirvan de refugio moral.
También ha de distinguirse el gobierno de Netanyahu de los intereses del pueblo de Israel. Es comprensible, como alguna vez dijo Raymond Aron, que quienes han sobrevivido a las mayores masacres de la historia hayan jurado no volver a enfrentarse con las manos desnudas al cuchillo del asesino y que hoy traten de estar a la altura de ese juramento; pero en las condiciones contemporáneas han de hacerlo cuidando respetar el derecho humanitario. Por eso se debe condenar la estrategia del primero sin arrastrar en esa condena al segundo.
Distinguir conceptualmente entre todas esas dimensiones —sin dejar que los fanatismos de lado y lado las confundan— es imprescindible.
Y, en fin, ha de tenerse en consideración que ninguna causa justifica la acción directa, la amenaza o el discurso de odio, esto es, las expresiones que se profieren o divulgan derogando el derecho a existir de un grupo de personas debido a su origen o a las creencias o convicciones que profesan. Permitir la agresión o aceptar esas expresiones, o tolerarlas por miedo o por cálculo, o guardar silencio cuando ellas se formulan, o aceptarlas a condición de que respeten los buenos modales, o hacer oídos sordos a pretexto de no enardecer a quienes las profieren, es indigno de la institución universitaria.
Los estudiantes no tienen derecho alguno a ejecutar esos actos directos o a proferir esas expresiones, o amenazar, y las autoridades universitarias tienen el deber de rechazarlas sin atenuaciones y sin morigerar su existencia y sin relativizar la gravedad que revisten.
No se puede aceptar que a pretexto de defender una causa justa o a víctimas inocentes, se profieran discursos de odio o renazcan prejuicios contra un grupo de personas debido a su origen o en virtud de la identidad que reclaman.
La universidad como institución no debe aceptar que, mimetizadas en un mar de confusiones, el discurso derogatorio de la existencia de un pueblo como el judío, o cualquier otro, renazca. Y no puede aceptarlo porque si lo hiciera, renunciaría al deber de racionalidad que pesa sobre ella, que consiste, ante todo, en espantar el prejuicio y excluir la violencia. (El Mercurio)
Carlos Peña
Rector UDP