Jorge Millas, en un brillante ensayo sobre la violencia, sostiene que “Marx estaba equivocado al decir que ‘no se trata de comprender el mundo, sino de transformarlo’ ”, porque “una real comprensión es por donde debe empezar una verdadera transformación del mundo”. En estos días, su evocación resuena con mayor intensidad, porque la mayoría de los intelectuales —en su intento por cambiar el mundo— han abandonado su obligación fundamental de ayudar a comprender el acontecer. Ello es una de las causas del fenómeno que nos tiene sumidos en un nuevo intento revolucionario por cambiar la realidad, sin necesariamente comprenderla y utilizando para ello, una vez más, la violencia.
Los encargados de arrojar luz sobre nuestros distintos predicamentos son en forma prioritaria los estudiosos de las humanidades. (Ello, sin perjuicio de que hoy la frontera entre la ciencia y las humanidades es cada vez más difusa.) Desde hace un tiempo los humanistas, en una gran mayoría, han dejado de lado la idea de que la búsqueda desinteresada de la verdad, basada en hechos comprobables más que en percepciones emocionales y subjetivas, es un objetivo irrenunciable de sus disciplinas. Así, cual activistas comprometidos, han contribuido a propagar dogmas que han adquirido un poder avasallador. Igualmente, muchos líderes de opinión en los medios de comunicación parecen creer que su tarea principal no es informar, sino abrazar “causas nobles”, como combatir el “neoliberalismo”, promover el feminismo, la teoría de género, los derechos humanos y otros fines que estiman superiores, en vez de abocarse a la ardua tarea de intentar comprender las complejidades, ambigüedades y contradicciones subyacentes a todos los fenómenos políticos y sociales. Por cierto, es siempre más fácil buscar respuestas en marcos ideológicos incuestionados que enfrentar la perplejidad que provoca el estudio de la condición humana. Pero con eso se sacrifica la honestidad intelectual.
Millas critica a aquellos filósofos influyentes que intentan revestir la violencia de atributos morales, disfrazándola “de poesía lírica y metafísica”, con “sus letanías de culto a la violencia” y definiéndola como “una fuerza purificadora”, “santificadora” y, por sobre todo, “necesaria”, en virtud de los fines que supuestamente la trascienden y la justifican. Esto olvida, a su juicio, que el terror, como instrumento habitualmente promovido por la revolución, “no es otra cosa que crueldad, martirio, paralización de toda posibilidad de reflexión y libertad, miedo, y en fin, aniquilación de un ser humano”. Con el agravante de que “el odio parece a muchos revolucionarios un elemento indispensable de la violencia”, porque, según Che Guevara, es “el odio implacable hacia el enemigo lo que nos impele y nos transforma en una efectiva, selecta y fría máquina de matar”.
Estos mismos reproches, con igual fundamento y legitimidad, pueden hacerse a la historiografía predominante, la cual ha tendido un manto de engaño sobre el estudio de la crisis de nuestra democracia en los años setenta, impidiendo investigarla con independencia y libertad, bajo el supuesto de que “explicar es justificar”, esquivando e impidiendo cualquier alusión a relaciones de causa efecto en el uso de la violencia. Ha prevalecido una filosofía de la historia moralista, dispensadora de juicios de valor, que aprueba y condena, pero siempre con el mismo sesgo político: la historia como una disciplina al servicio de fines supuestamente superiores a la búsqueda de la verdad. Hoy, la consecuencia evidente es que la ignorancia de los efectos y consecuencias de la violencia de entonces, su nueva glorificación revolucionaria y la complicidad de tantos con ella nos tienen una vez más al borde de un abismo cuyas consecuencias sí son predecibles. (El Mercurio)
Lucía Santa Cruz