Escribo esta columna desde Madrid, ciudad que emociona y conmueve por su equilibrio urbano. En Madrid, como en casi todas las ciudades cultas, la edificación está admirablemente proporcionada al servicio de la configuración de la vereda, de la calle, del bulevar, del parque y de la plaza.
Maravillosos y sobrios edificios de una común altura, sin mayores pretensiones, conforman lo más importante; a saber, la figura urbana, concepto que la ciudad moderna muchas veces no ha podido ni le ha sido fácil reinventar.
Los barrios de Madrid cambian, a veces se reinventan, pero jamás pierden su identidad, y es por esa simple razón que millones de extranjeros desde todas partes del mundo (que tienen el privilegio de poder hacerlo) lo visitan todos los años, dejando grandes beneficios junto con importantes ingresos para la ciudad y sus ciudadanos. Estos han permitido tremendas externalidades positivas para el bien público, para el tan importante y esencial bien común.
Madrid tiene una atmósfera urbana que la hace admirable. Sus cuidados árboles, sus museos, sus plazas, su gran parque del retiro de más de 100 hectáreas inserto en el medio de la ciudad, su austera elegancia sin estridencias propias de algunas modas pasajeras de mal gusto de nuestros tiempos, y tanto más, la hacen una ciudad soñada.
Hace aproximadamente 10 años se empezó a desarrollar un inmenso proyecto conformado primero por un grupo de cuatro torres de gran altura en un extremo de la bellísima avenida La Castellana. Un nuevo y enorme desarrollo inmobiliario en los sitios donde estaban los campos de entrenamiento del Real Madrid. Ahora recién empieza a aparecer la quinta torre. Durante años me resistí a visitar ese nuevo e importante sector de Madrid por miedo a la decepción, por el simple terror a deprimirme y a perder mi enorme admiración por tanta belleza de esta noble ciudad.
Ahora, y en un ataque de esperanza tomando en consideración que los arquitectos de las ahora ya no cuatro sino cinco inmensas torres son todos arquitectos de gran reconocimiento mundial, entre ellos un premio Pritzker (el más importante reconocimiento mundial a un arquitecto), decidí, o más bien me atreví, a emprender la aventura de visitar esa nueva pieza urbana y caminar por los espacios, o más bien por los sombríos intersticios de esta nueva, pretenciosa y equívoca idea de ciudad.
Me pregunto, ¿cómo estos “grandes arquitectos” que han sido privilegiados, reconocidos y premiados en todas partes del mundo, pueden ahora en su máxima madurez ser tentados para realizar este pedazo de barbarie urbana? ¿Qué nos pasa a los arquitectos cuando no sabemos reaccionar frente a ofertones o aceptamos desarrollos sin cabeza ni razón?
Sorprenden esas torres necias llenas de curvas y diagonales sin sentido, con algunos tics y remates de mal gusto y volúmenes de cristales negros (qué horror en estos tiempos de insostenibilidad) que olvidan lo más importante: la ciudad y los seres humanos que la habitan. Nada contra la altura, pero con finura y configurando espacio urbano.
Ya en Santiago, la excelente idea de volver a densificar y habitar nuestro maravilloso centro urbano fue realizada de manera tonta y equívoca mediante insensibles y nefastas torres aisladas, desproporcionadas, que lograron en pocos años de un feroz pseudodesarrollo inmobiliario destruir gran parte de nuestro patrimonio, propio de una ciudad compacta, culta y cultivada. Para ponerle freno a este error que produce horrores, se requiere y en forma urgente voluntad política para defender a nuestras ciudades de estos crímenes urbanos sin retorno.
En una columna anterior y frente a la firme y sabia decisión de las autoridades de Londres en impedir la construcción de la más desproporcionada y pretenciosa torre llamada “El Pepino”, decíamos: “Se salvó Londres y se salvó Norman Foster”, y qué duda cabe que así fue. Este monumento a la fealdad y al exceso había sido proyectada por el quizás hoy más renombrado y mejor arquitecto del mundo, lord Norman Foster, el cual ha desarrollado durante su prolífica vida tantas obras buenas para la humanidad. Gracias a la buena política de los londinenses efectivamente tendremos una Londres sin pepino y un Foster al cual no le quitaremos el Nobel.
Una posibilidad para salvarnos de la barbarie es tener autoridades políticas fuertes, bien asesoradas con gentes de todas las disciplinas que piensen la ciudad. Otra posibilidad tan básica y urgente es que los arquitectos caigamos en la cuenta de que en cada encargo se nos va la vida y que en cada propuesta tenemos la enorme responsabilidad de caer en la cuenta de la responsabilidad que la humanidad nos entrega en nuestra manos. (El Mercurio)
Gonzalo Mardones