Tengo buena memoria o al menos la tenía mientras fui joven. Recuerdo, por ejemplo, que la única imagen sobre el accidente nuclear en Chernobyl que aparecía en los diarios y noticieros los meses posteriores a la explosión era la de un edificio que aparentaba ser enorme bajo un cielo gris. En esos años todo era distinto. Usábamos palabras -“soviético”, “telegrama”, “apartheid”- que hoy son piezas de museo, y la posibilidad de compartir imágenes o difundirlas estaba limitada hasta un punto difícil de concebir en la actualidad. El mismo acto de fotografiar era un rito reservado a ciertos momentos de la vida –celebraciones o vacaciones- o un oficio muy específico que en ocasiones era un trabajo de alto riesgo. El mismo año del accidente en Chernobyl, por ejemplo, el fotógrafo Rodrigo Rojas fue quemado por una patrulla militar en Santiago. La imagen que tomó Alejandro Hoppe de la carroza fúnebre que llevaba el cuerpo de Rojas nunca apareció televisión; esa foto que mostraba la violencia de la época hoy forma parte de una colección de artes visuales.
Durante el siglo XX, el mantra de que mil palabras nunca harían lo que una sola imagen se transformó en un dogma. Lo que llamamos opinión pública parecía reaccionar con vigor solo si existían pruebas visuales que lo ameritaran: desde los cadáveres amontonados en los campos de concentración nazi hasta los cuerpos macilentos de la hambruna africana. El registro de lo sucedido dependía de presionar el obturador en el lugar preciso y el momento justo: la guerra de Vietnam se transformó en una niña corriendo desesperada mientras las armas químicas le quemaban el cuerpo; la pandemia del sida cobró la figura de un hombre cadavérico arrullado por una familia desconsolada; la crisis humanitaria en Siria resumida en el cuerpo de un muchachito muerto en una playa. Era necesario ver niños enjaulados en la frontera de Estados Unidos para compadecernos de la tragedia de los migrantes centroamericanos. Pero ¿cómo se hace cuando el horror es invisible? Svetlana Alexievich enfrentó esa pregunta cuando decidió documentar los efectos del accidente nuclear en su libro Voces de Chernobyl.
Alexievich recogió durante décadas testimonios de un hecho imposible de registrar visualmente, un trabajo que, según ella misma dijo, concibió como una especie de mosaico, dispuesto para recrear una hecatombe sigilosa que las autoridades se empeñaron en amordazar. No fue la única ni la última vez que un gobierno haría tal cosa ¿Mostrarán actualmente en China la célebre toma de un hombre desarmado enfrentándose a un tanque en la Plaza Tiananmen? ¿Difundirán en Beijing las imágenes de las protestas en Hong Kong?
En uno de los pasajes del libro Voces de Chernobyl la narradora describe a un operador de cine de una zona cercana a la explosión del reactor nuclear. Tiempo después del accidente todo parecía transcurrir con normalidad, recordaba aquel hombre que solía hacer filmaciones caseras. Una tarde decidió filmar un jardín en flor; mientras lo hacía -“zumban los abejorros, resplandece una luz nupcial”- notó que algo le faltaba, un detalle en el que no había reparado antes: repentinamente cayó en cuenta que no notaba el olor de la primavera. Solo después supo que los cuerpos expuestos a altas dosis de radiación reaccionan bloqueando algunos órganos. Asimismo, los habitantes de las regiones cercanas a Chernobyl recordarían, cuando ya era demasiado tarde, que hubo pequeñas señales en el ambiente: desaparecieron las abejas, las lombrices buscaron refugio hundiéndose en las profundidades del terreno y los animales de granja evitaban beber de los ríos. Lo raro anunciaba lo espeluznante.
Luego del éxito de la serie Chernobyl –inspirada parcialmente por la obra de Alexievich-, la zona del desastre nuclear se transformó en una especie de atracción turística. Decenas de jóvenes han registrado sus visitas a las ruinas de una ciudad abandonada como si se tratara de un parque temático. Algunos de ellos desempeñan el nebuloso oficio de “influencer”, una especie de trabajo a la vez que categoría humana surgida gracias a las nuevas tecnologías, las redes sociales y el imperio de la “experiencia” como producto en desmedro de la información como servicio. Las críticas a los influencers cundieron en los medios de comunicación tradicionales. Las opiniones se concentraban en el reproche moral sobre ellos: sus retratos parecían un despropósito o una falta de respeto por el dolor ajeno. Es probable que así lo sean. Aunque sospecho que ese gesto más que una transgresión es el síntoma de un cambio tan definitivo como imperceptible en el valor que le damos a la imagen como registro de los hechos, como prueba de que algo terrible sucedió en algún sitio, un suceso que merece nuestra atención o nuestra alarma. Aquellas fotos frívolas en medio de los escombros pueden ser el aviso de que, tal como Alexievich, debamos renunciar a lo inmediato, sobreponernos al exceso de estímulos, el vértigo de una velocidad trepidante y poner atención en los pequeños detalles para identificar el daño y dibujar una catástrofe que de tan poderosa puede estar pasando inadvertida, disfrazando la amenaza de una normalidad digna de Instagram.
Óscar Contardo/La Tercera