Uno de los aforismos más famosos de Stalin es aquel cuando pregunta, ¿cuántas
divisiones tiene el Papa? Muchos textos aseguran que lo dijo en la conferencia
postbélica en Potsdam, y citan incluso al presidente Harry Truman como fuente
primaria.
La versión no es muy fidedigna, aunque sí su veracidad. Churchill, la sitúa algo más atrás en el tiempo. Lo habría dicho ante el canciller francés Pierre Laval en los años 30.
El líder soviético -dice el estadista británico- pronunció esas filosas, pero ya muy famosas palabras, en respuesta a Laval, cuando éste le solicitó no reprimir a los católicos soviéticos por el posible enojo del Vaticano.
El aforismo ha perdurado en el tiempo y refleja un tema que hasta hoy se debate.
¿Cuánto poder tiene realmente el Vaticano?
Se observa un cierto consenso en que aquella capacidad vaticana para influir en cuanto acontecimiento exista, ya no es la de antes y su declive es demasiado ostensible. Especialmente en las últimas décadas.
No se necesita ser muy agudo para suponer que tal evaporación seguirá inexorable, debido a los muchos despropósitos, desatinos e inconsistencias de este papado a la hora de ser
sometido a escrutinio público.
Lejos está el último momento de expansión de la Santa Sede. Fue con el pontificado
de Juan Pablo Segundo. El exarzobispo de Cracovia aprovechó todas las novedades
que personificaba y alcanzó una gran popularidad, incluso entre los jóvenes de
todos los continentes.
Wojtyla impregnó su papado de un férreo compromiso contra los regímenes totalitarios. Sus sucesores, sin embargo, no han estado a la altura. Especialmente Bergoglio. Sus
despropósitos, desatinos e inconsistencias respecto al drama de Nicaragua impactan a católicos y no católicos por igual.
En cosa de pocos meses, los Ortega-Murillo han alcanzado inusuales récords en
materia de represión. Como ya lo sabe cualquier persona medianamente informada, la sociedad civil, incluyendo la mismísima iglesia católica local, están siendo literalmente devastadas por el matrimonio gobernante.
Mil 500 organizaciones civiles, dedicadas a los derechos de la Mujer, los Derechos
Humanos, Medio Ambiente y asuntos culturales, clausuradas. Cientos de agresiones contra instalaciones y personas vinculadas a la iglesia católica, confirmadas.
Incluso, bandas de pirómanos son alentadas para que quemen templos y arrasen con cuanto objeto de adoración católica encuentren a su paso.
En una capilla de la catedral de Managua, por ejemplo, destruyeron una imagen de
la sangre de Cristo, profundamente venerada por los católicos nicaragüenses. El
obispo de Matagalpa, Rolando Alvarez fue encarcelado junto a otros seis párrocos.
El propio nuncio, Waldemar Sommertag fue declarado persona non grata. Y, como
si esto fuera poco, se clausuraron radios comunitarias de la iglesia católica.
Bergoglio mutis. ¿Habrá alguna explicación de tan asombroso silencio?
Loris Zanatta, el politólogo que con mayor prolijidad ha estudiado el fenómeno
jesuita (Bergoglio lo es), y su relación histórica con el populismo latinoamericano,
estima que el silencio del Papa no es casual.
Lo asocia a las promesas redentoras del populismo y con el sermón de la montaña. En ese contexto, ha desarrollado el concepto “populismos jesuitas”, proponiendo que la solidaridad populista es una de las claves para entender tal silencio.
Esto significa -sostiene Zanatta- que, para Bergoglio, Nicaragua no estaría gobernada por un tiranuelo, y que la realidad del país se correspondería con un pueblo armónico, construyendo su propia utopía, en una comunión espiritual, más allá de las estructuras clericales.
Así entonces, habría que mostrarse comprensible con los alegatos del régimen en el sentido que determinadas personas, sean o no sacerdotes, se confabulan para desestabilizar y derrocar a un gobierno que obedece a la “soberanía del pueblo”.
Siguiendo este razonamiento, las simpatías por populismos de cualquier índole,
obligarían a dejar de lado las cuestiones accesorias. Y las arbitrariedades de los
Ortega-Murillo serían eso, simples daños colaterales.
Este punto de vista de Zanatta ayuda también a explicar otro insólito rasgo de
Bergoglio. Su declarada cercanía con Raúl Castro. Y con el propio Fidel Castro en su
momento.
Zanatta, autor de una de las biografías más fascinantes de Fidel Castro, invita a no perder de vista que ambos fueron formados por los jesuitas en su natal Cuba, de tal manera que estarían ejerciendo una suerte de magisterio moral y pastoral en la isla.
Ser devoto “del pueblo” implicaría entonces que la caótica democracia representativa sería fruto de una cultura extraña a lo latinoamericano, la cual podrá funcionar en el mundo anglosajón, pero no por estos parajes, donde sería percibida como una planta exótica.
¿Dónde estarán los límites de tales razonamientos? Difícil estimarlos.
A Bergoglio le encanta la política, especialmente la latinoamericana. Vibra con
cuanto asunto se ponga de moda. Es como un personaje escapado de la parodia de
Woody Allen, Bananas, cinta que, aunque ridiculiza situaciones en una imaginaria
isla llamada San Marcos, representa muy bien la pasión por los excesos populistas
latinoamericanos. Desde luego que mirados desde Manhattan, nos dice Allen con
un toque sarcástico.
No deben extrañar entonces las frecuentes críticas de Bergoglio a Trump, ni la
demonización de la palabra neoliberalismo, para graficar la fuente de todos los
males regionales. Tampoco lo es su reciente viaje apostólico a Canadá.
Hay que pedir perdón histórico a los cuatro vientos por hechos acaecidos hace más de 200
años en contra de los indígenas. Pero no todos piensan igual ante el drama nicaragüense. Hace pocos días, 17 exjefes de Estado latinoamericanos, de las más diversas ideologías, recordaron que la inmensa mayoría de sus habitantes son fervientes católicos y que están
impactados ante tamaño abandono papal.
Mirado a la distancia, y entendiendo la sumisión de Bergoglio a la valencia simbólica del populismo, cabe preguntarse, ¿cuánto hubiese podido influir otro Papa para revertir las calamidades que azotan a Nicaragua? Difícil saberlo.
Sin embargo, es muy probable que la energía de Juan Pablo Segundo hubiese evitado el empantanamiento de sus divisiones en este caso.
Por desgracia, la situación en Nicaragua se irá deteriorando a medida que el matrimonio Ortega-Murillo avance en su declive político y senilismo cognitivo. Es muy lamentable constatar que, por lo general, prevalece un toque trágico cuando se pierde el sentido de la realidad.
Los Ortega-Murillo recuerdan al infausto matrimonio Ceauscescu, cuyas vidas terminaron bajo una lluvia de balas, tras un juicio sumarísimo, producto de los odios acumulados ante tanta arbitrariedad y represión.
Menudo problema tienen las fuerzas democráticas del continente. Las condenas a
los Ortega-Murillo seguirán, sin lugar a dudas, pero lo más probable es que
Nicaragua se mantenga por un tiempo más como apresada en una novela de
Bohumil Hrabal.
Un país inmerso en “una soledad demasiado ruidosa”. (La Tercera)
Iván Witker