¿Hay alguna relación entre los resultados de la primera vuelta y el quehacer de la Convención Constitucional?
Por supuesto que sí.
Desde luego, el ánimo mayoritariamente identitario de la Convención —donde cada uno esgrime su particularidad étnica, de género, su orientación sexual, como fuente de sus puntos de vista— no parece condecirse con el tono que, para la segunda vuelta, adquirirá la campaña. La bandera mapuche y otras múltiples estarán siendo sustituidas por la bandera chilena; la liberación de los presos del estallido por un examen cuidadoso de los delitos que se cometieron; la idea de que el debate constitucional era un mar sin orillas no encontrará apoyo en ninguno de los candidatos; se hablará menos de territorios (en plural) y más de territorio (en singular) y con mayor frecuencia del pueblo de Chile (en singular) que de los pueblos (en plural); el partido del orden (la expresión la emplea Marx en el 18 Brumario para referirse a quienes se coalicionaron contra la anarquía) tendrá ahora más militantes.
Así, por lo pronto, el clima de opinión pública habrá cambiado. Ese sedimento silencioso y mudo de creencias, convicciones y temores será una sombra que enfriará los entusiasmos algo irreflexivos que de pronto mostraron algunos convencionistas.
Se suma a lo anterior el sorprendente resultado que obtuvo la derecha, a la que, se dijo una y mil veces, la elección de convencionistas había dejado exánime. Un raro error de óptica hizo creer a muchos que la votación del apruebo era un rechazo a la derecha, un abrazo a la izquierda de más a la izquierda. Y, sin embargo, la derecha logra un gran número de senadores y la composición de la Cámara impide que una sola fuerza política imponga su voluntad. De esta manera el Congreso —el que se esperaba fuera un socio obediente de las mayorías que imperan en la Convención— será más bien un interlocutor que le recordará a la Convención, en cuestiones como los plebiscitos dirimentes o la extensión de plazo, que eso del poder constituyente originario, el soberano de todos quienes debían obediencia, sin que él por su parte obedeciera a nadie, era solo un concepto del que no podía, sin más, inferirse una realidad.
Pero ¿acaso, de todas formas, no podrá la mayoría de la Convención imponer su voluntad?
No del todo.
Porque ocurre que el resultado de la Convención deberá someterse el próximo año a plebiscito. Y fuere cual fuere el resultado del balotaje, de la segunda vuelta presidencial, algo quedará claro. La ciudadanía, por motivos diversos, estará dividida en sus preferencias y la aparente unanimidad o mayoría aplastante que hasta ayer se creía existir, ya no será tal. Por supuesto siempre podrá decirse que el fenómeno de la primera vuelta o incluso de la segunda es circunstancial, un resultado de los tropiezos y de los errores que dieron ventaja a la derecha. Pero todos sabrán que lo único que prueba la última elección (o más bien las elecciones desde que Piñera fue electo por segunda vez antes de que, dieciocho meses más tarde, se le odiara) es que las preferencias de los ciudadanos y la política, en los tiempos que corren, son hoy circunstanciales: están atadas a las peripecias por las que transitan las personas, por la experiencia inmediata a la que son expuestas.
Pero quizá este baño de realidad —para recordar la propia condición de vez en cuando y a lo lejos hay que darse un baño de tumba, decía Neruda— ayude a la Convención a concebir su papel de una manera más adecuada a su naturaleza, distinguiendo entre la tarea de jugar en el espacio de la política y la tarea, distinta, de crear o diseñar el ámbito donde el juego de la política podrá, en el futuro, desenvolverse.
Y a comprender de una buena vez que no se puede —sin actuar como un tramposo— jugar un juego y ocuparse, al mismo tiempo, de diseñarlo. (El Mercurio)
Carlos Peña