Las huestes de Jadue

Las huestes de Jadue

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Esta semana se formalizó al alcalde Daniel Jadue. La fiscalía, luego de una larga y trabajosa investigación, asevera contar con antecedentes de que cometió delito. Este, por su parte, luego de oír lo que se le imputa, asegura que no, que no ha infringido la ley, que otros pudieron haberlo hecho, pero él no, y que así lo acreditará en el juicio oral.

Ya se verá.

Por lo pronto, lo llamativo de esa formalización fue la forma en que arribó a ella el alcalde. Caminaba simulando una media sonrisa irónica, que quería insinuar que la formalización no lo afectaba, que no era más que una conspiración de la que saldría incólume, mientras sus partidarios (que afortunadamente para él parecían contar con un trabajo flexible o disponer de tiempo libre) lo rodeaban coreando consignas a las afueras del tribunal, haciendo flamear algunas banderas del PC, gritando esto o aquello y asegurándole una y otra vez que el pueblo estaba con él.

¿Es correcta esa actitud de los creyentes en Jadue o tiene razón el subsecretario Monsalve cuando dijo que “la justicia no es para barras”?

Veamos.

Una de las distinciones más viejas en filosofía moral sugiere distinguir entre las cosas que valen por sí mismas, aquellas que poseen un valor intrínseco, y las que en cambio tienen un valor puramente instrumental, un valor que proviene del fin que a través suyo se pretende alcanzar.

Entre las cosas que valen por sí mismas se encuentra el proceso judicial como el que el alcalde Jadue enfrenta.v

Un proceso judicial es valioso no solo porque persiga la justicia, sino porque él representa el valor de las reglas, el compromiso de todos de resolver un conflicto mediante pruebas y argumentos formulados al amparo de estas últimas. Cuando se cree en las reglas, no se abrigan esperanzas ni en los altavoces, ni en los gritos, ni en la conducta tribal, sino que se asume que el procedimiento que ellas prevén arrojará un resultado justo.

Lo anterior es lo que hace incorrecta la actitud de un grupo de personas partidarias del alcalde Jadue —una verdadera procesión de creyentes a los que ni siquiera la verdad podría sobornar— de acompañarlo a la audiencia en que se le formalizó gritando vítores y consignas y agitando banderas, como si el alcalde no fuera un político imputado de cometer delitos, sino una especie de mártir que caminaba al sacrificio inmerecido y al que hubiera que consolar en su martirio con ese apoyo, como si la fiscalía y los jueces fueran verdugos o simples fariseos que se dispusieran a castigar a un liberador tildándolo de hereje.

Bastaba mirar esa escena y los hechos que la desatan, para recordar la frase de Wilde según la cual entre lo sublime (un mártir rodeado de creyentes) y lo ridículo (un alcalde imputado de delinquir rodeado de partidarios que lo alientan como si fuera un gladiador) no hay más que un paso.

Por eso la declaración del subsecretario Monsalve, quien recordó que un proceso judicial no era ocasión para congregar barras, es perfectamente correcta. Se trata de una declaración que no emite juicios acerca de la culpabilidad del alcalde, sino que reprocha la conducta de esas decenas de personas que, confundiendo las cosas, parecían pretender inhibir el discernimiento de los jueces a punta de gritos y lugares comunes, como las barras bravas pretenden hacerlo con el árbitro en un partido de fútbol.

Y ese es el verdadero problema: que esa actitud, en vez de mostrar apoyo al alcalde, exhibe un desprecio por el procedimiento judicial.

La actitud de ese grupo de personas muestra, en efecto, algo que al parecer está todavía en el centro de las convicciones del PC: la idea de que las reglas no valen por sí mismas, sino que en ellas se emboscan y se esconden intereses de clase o de grupos, de manera que ellas siempre serían instrumentales, medios al servicio de un objetivo inconfesado. Una vez que se tiene esa convicción es fácil considerar que alentar mediante cánticos y gritos a un imputado en medio de una formalización —como si en vez del inicio de un proceso legal fuera una gresca— o argüir en estrados y frente al juez que si hubo infracción de la ley, ello se hizo para beneficio de la comunidad, es perfectamente correcto, porque para este punto de vista el valor de las reglas proviene de los intereses que con ellas se pueden alcanzar y no de sí mismas.

Pero es fácil comprender que la justicia no puede descansar sobre la convicción de que las reglas son meros instrumentos y el proceso judicial, un escenario para manifestar preferencias políticas o afectos incondicionales de un partido o de un grupo de sus militantes. Basta imaginar lo que ocurriría si esas convicciones que animaron a quienes gritaban vítores en favor del alcalde Jadue, se generalizaran, si los familiares y amigos de los imputados, los partidarios de este o de aquel (animados no como en este caso por la convicción ideológica, sino por el afecto sincero o la amistad, lo que sería incluso más comprensible) concurrieran a las audiencias judiciales procurando hacerse oír. En ese caso, las reglas y el proceso quedarían expuestos a la reacción de partidarios que, convencidos a fe ciega de la inocencia del imputado, se sentirían a poco andar autorizados —¿por qué no?— ya no a manifestar su confianza en él, sino ahora a manifestar de cualquier forma su rechazo, ahora franco y desembozado, al proceso judicial como institución.

Se ha destacado por estos días la distinta actitud de los partidos y sus integrantes en otros casos en los que están involucrados alcaldes. Esa distinta actitud puede deberse, desde luego, a que en estos otros casos la evidencia del delito parece más obvia, o que ella está motivada por el simple pudor o el sonrojo o la vergüenza, o (es de esperar que sea esto) a que una vez que la formalización se efectúa, esos otros partidos se convencieron de que en política hay que tener más confianza en las instituciones que en las personas. (El Mercurio)

Carlos Peña