Hace quince años ocurrió un chascarro diplomático, que, ya caído en el olvido, conviene recordar por las lecciones que se pueden extraer.
Se encontraba, por aquel entonces, un jefe de Estado latinoamericano de gira por el Medio Oriente y, mientras visitaba Qatar, recibió un amplio reconocimiento protocolar. Sin embargo, su ignorancia produjo un incordio. Quiso elogiar las atenciones de los anfitriones, “aquí, en el golfo Pérsico”. Las caras de estupefacción de los dueños de casa no se hicieron esperar. Un diplomático de otro país latinoamericano se le acercó al oído y le murmuró: “¡estamos en el golfo Arábigo, Excelencia!”. Pese al bochorno, los jeques presentes sonrieron de manera condescendiente. La lección a extraer es que los incordios rara vez se cruzan con la benevolencia.
En efecto. Por estos días, varios presidentes latinoamericanos muestran caras más bien molestas con lo que intuyen serán los grandes incordios con el Presidente Trump. Lo primero, es la decisión de cambiarle el nombre de Golfo Americano a la parte oriental del Caribe. Esa misma que los textos en castellano llaman Golfo de México. Allí intersectan cinco estados mexicanos, cuatro estadounidenses y dos provincias cubanas.
Se trata de una incomodidad toponímica bastante instructiva. Pone sobre la mesa las nuevas determinantes geopolíticas y la vigencia de esa tensión entre fuerzas plutonianas/neptunianas que se manifiestan en la esfera internacional.
En la mayoría de los entreveros toponímicos hay ignorancia. Muchos suponen -en este caso- que Colón surcó aquellas aguas, pero los indicios más consistentes apuntan en realidad a Américo Vespucio y al español Juan de Cosa. Este último fue el primero en dibujar aquel espacio. Sin embargo, nadie sabe con exactitud cuándo empezó a recibir el nombre de Golfo de México. La documentación colonial lo denomina Seno de México y, curiosamente, nadie ha indagado cómo llamaban a esa costa/mar, los aztecas, los mayas y demás indígenas de la zona, pese a que -eso sí se sabe- navegaban por ahí.
Todo indica que no tuvieron interés. Se lanzaban a la mar en sus frágiles canoas sin otra preocupación que mirar el horizonte. Si alguna denominación ancestral hubiese existido, es realmente extraño que no se conozca. Aún más, la cultura woke ya habría propuesto el cambio del españolísimo golfo de México. Es muy curioso que la campaña anti-española de AMLO no haya indagado sobre tan interesante asunto.
Los estadounidenses, por el contrario, la han denominado de manera más pragmática. Third Coast, o, más oficialmente, Gulf Coast of the USA. Ahora será Golfo de América. Más corto.
Este incordio no es, por supuesto, una simple chirigota. Es indiciaria de algo propio del ejercicio del poder. Los países establecen sus denominaciones en función de muchas cosas, pero, ante todo, según su capacidad para impregnar y hacer permear las maneras de nombrar las cosas. Las denominaciones toponímicas, aunque parezcan un embrollo, responden siempre a correlaciones de poder, donde intervienen intereses en juego, pero también las perspectivas. El geopolítico Robert Kaplan ha escrito sobre este punto: the jungle is back.
No es baladí, por ejemplo, lo que ocurre en el Atlántico sur. Como se sabe, los argentinos mayoría de los latinoamericanos denominan Malvinas a esas islas (derivado de su denominación en francés, Malouines), mientras que los británicos se refieren a ellas como Falkland. Incluso, su capital recibe nombres distintos. ¿Qué significa esto? Que es un tira y afloja del siglo 18 y aún no resuelto.
Otro incordio con los gobiernos latinoamericanos -principalmente de izquierda- serán los cambios en torno al canal de Panamá. No está muy claro aún qué pretende la administración Trump. ¿Será sólo un ajuste de gestión?, ¿será una readecuación de los pagos?, ¿será un retorno a la situación previa a 1979? Por de pronto, el gobierno panameño anunció auditorías a las empresas chinas de la zona. No está mal para empezar a adaptarse a las nuevas realidades.
En su discurso inaugural Trump habló del tema. Y no poco. Resaltó la conducta visionaria del presidente Teddy Roosevelt (premio Nobel de la Paz, 1906), patrocinador directo de su construcción. Es evidente que aquel canal no es un genius loci cultural, sino una obra de ingeniería con significado político. Por eso, Roosevelt alentó una revolución independentista en Panamá en 1903, destinada a romper con Colombia, para que las nuevas autoridades dieran luz verde a la construcción de la vía interoceánica. Este caso hay que tomarlo como lo que es. Un indicio que las rutas interoceánicas están adquiriendo un relieve pocas veces visto antes en la historia.
Entre tanto, otro motivo de molestia es el anuncio respecto a Groenlandia, aunque tampoco se sabe en qué finalizará aquello. ¿Independencia o anexión?
Al respecto hay mucha especulación y poco dato duro. Basta mirar la historia del expansionismo estadounidense para darse cuenta de la importancia de las compras. Así fue con Louisiana, con Alaska y varias otras islas de interés. El perspicaz estratega de estas adquisiciones fue William Seward, secretario de Estado entre 1861-1869.
Seward no sólo compró Alaska. Poco antes de abandonar su cargo, ofreció adquirir Groenlandia e Islandia, fallando en ambos propósitos. Propuso a los daneses intercambiar Groenlandia por las llamadas Antillas Holandesas y la isla de Mindanao, que hoy pertenece a Filipinas. Lo que sí aceptaron los daneses fue la venta de las islas Vírgenes por US$ 25 millones. Años más tarde, con H. Truman en la Casa Blanca, EE.UU. ofreció a la corona danesa arrendarle Groenlandia. Sin embargo, tanto los reyes como el gobierno de Copenhague se opusieron, aunque debieron ceder a las presiones y autorizaron a inicios de los 50 la instalación de la base aérea de Thule.
Es imposible no admitir que el interés estadounidense tiene ya varias décadas y que la apuesta de Trump por Groenlandia tiene un sentido de futuro. Las tierras raras, otros minerales y especialmente su cercanía con uno de los polos, le dan plausibilidad a esta jugada estratégica. La irritación con esta iniciativa se aprecia en aquellos sectores que ven la política internacional como algo neptuniano en el decir de Steingart. Es decir, cambios lentos, suaves, lleno de sonrisas. Ojalá una situación estática.
Sin embargo, eso ocurre muy excepcionalmente. La compraventa de territorios es un asunto que va y vuelve. Aún más, Chile mismo estuvo en un momento nada lejano dispuesto a deshacerse de isla de Pascua. La ofreció a los japoneses y a los alemanes hacia fines de los 30.
En síntesis, son cambios tectónicos que costará asimilarlos, pero tienen un sentido profundo. No se corresponden con reminiscencias expansionistas, con simples irracionalidades o veleidades personales. Se trata de proyecciones estratégicas. Forman parte de un nuevo orden internacional que se está abriendo paso. Desgraciadamente con ruidos más bien volcánicos, pero la vida internacional suele ser muy ruda. La sonrisas y actos benevolentes, como los de aquel emir de Qatar, son más bien la excepción.
A sólo una semana de haber asumido, retumban pasajes del Hamlet de Shakespeare. Ante una situación aparentemente irracional, pero plausible, Polonio, consejero de Claudio, el gran villano de la obra, dice: “es una locura, pero hay un cierto método”. Eso es lo que ocurre ahora. Hay método. Es el método del poder. Así de sencillo y de complejo. (El Líbero)
Iván Witker