Ese último vuelo fue mucho más que un destello de su vida. Piñera murió como vivió. Tenía la fama de ser el más rápido, el mejor estudiante de economía, un ejecutivo sobresaliente y el más audaz y exitoso hombre de negocios. Pero nos faltaba conocer lo más importante.
Como universitario, a comienzos de los 1980s, le escuché decir que Chile era un país de contrastes. Piñera también era un hombre de contrastes. El brillante doctor en Economía de Harvard fue profesor universitario. Aprendió y enseñó. El exitoso empresario fue parlamentario. A su manera, recibió y devolvió. En definitiva, el homo economicus era inseparable del homo politicus. Ese hombre de contrastes llegó a ser dos veces Presidente, liderando y tironeando a la derecha con atrevimiento. La valentía del liberal nunca lo abandonó.
Su triste e inesperada partida ha dejado de manifiesto que lo más básico suele ser invisible a los ojos. Se nos ha revelado su otra cara, esa cara más personal y privada. El ser humano que estaba reservado para su familia y sus amigos no era tan reconocido. Hasta que el otro Piñera se nos apareció con la fuerza de su helicóptero golpeando el agua. Los chilenos vimos que el líder tenaz, eficiente e inmerso hasta en los más mínimos detalles fue mucho más que eso. Ahí estaba el esposo agradecido, el padre de familia orgulloso, el abuelo cariñoso y juguetón, y el buen amigo. Valoramos ese rostro que mantuvo firme el rumbo del país. Y echamos de menos la sonrisa del hombre que pocos conocían en su intimidad.
Piñera tuvo que soportar los embates de mil batallas. Por eso fue el hombre para enfrentar el terremoto, rescatar a los mineros y sacarnos airosos de la pandemia. Y también para ponerle la cara al octubrismo y la violencia. Tenía el cuero duro, muy duro. Solo él podía resistir las feroces diatribas y los intentos por derrocarlo. En su segundo gobierno no tuvo tregua ni respiro. Permaneció entero ante la tormenta de críticas que curtieron su rostro. El PC y el Frente Amplio mostraron un encono poco humano. Hoy sabemos que el digno, empático y humano fue Piñera. En cambio, la supuesta dignidad, empatía y humanidad de los que apuntaban con el dedo desde algún púlpito imaginario terminó siendo una farsa. La trágica muerte de Piñera es el ocaso del octubrismo. Y un balde de agua fría para las cenizas de Apruebo Dignidad.
Las manifestaciones de cariño y agradecimiento de los chilenos son un recordatorio de lo que valoramos. Esa otra cara del Piñera íntimo nos recuerda el valor de la familia y de la amistad. Para él la familia era lo principal. Y amigo de sus mismos amigos. Así como no toleraba la tontera ni la flojera, no se dejaba encantar por oportunistas o aduladores. Sus amigos, en las buenas y en las malas, eran sus amigos. Piñera conocía el valor de lo propio en su sentido más profundo.
Con su fallecimiento también resucitó esa dignidad republicana que ha estado de capa caída desde octubre del 2019. El funeral de Estado, con todo lo que ello implica, fue un símbolo del Chile profundo. Todo fue sobrio y respetuoso. Dejamos de ver lo malo y vimos lo bueno. Un gran ejemplo de esa dignidad fue la entereza y elegancia de su esposa. Ella encarna esos valores tradicionales que fueron tan golpeados y denostados. Con distintos argumentos se puede eliminar la institucionalidad del cargo de Primera Dama, pero no se puede erradicar su dignidad republicana. Cecilia Morel sigue siendo primera y dama.
Los griegos reservaban la palabra kleos para algunos héroes celebrados por sus hazañas. Los romanos usaron la palabra gloria. Este fue un concepto muy valorado por el republicanismo clásico. Maquiavelo, por ejemplo, decía que algunos pueden alcanzar el poder, pero pocos la gloria. No fue fácil la vida de Piñera. Tampoco su valiente y solitaria muerte. Pero la gloria, como bien lo sabían los clásicos y Piñera, tiene su precio. (El Mercurio)
Leonidas Montes