Y de esta paradoja es responsable, ante todo, el Gobierno.
La paradoja consiste en reclamar una fuerte presencia del Estado para proveer bienes y satisfacer derechos básicos y, al mismo tiempo, negarse a ejercer la dimensión de fuerza que constituye esencialmente al aparato estatal. Para usar el título de Octavio Paz (sacándolo, es verdad, algo de quicio) la pretensión de que el Estado acentúe su dimensión de filántropo y anule o disminuya, hasta hacerla casi desaparecer, su dimensión de ogro; acentuar el deber de espantar el hambre (y por eso los bienes básicos, los derechos sociales, etcétera) pero olvidar que también se trata de apagar el miedo al otro (y por eso sus tareas relativas a la seguridad para lo cual se le concede el monopolio de la fuerza).
Pero entre nosotros se acentúa una de esas dimensiones y se olvida la otra.
Como si el orden no formara parte del bienestar.
El Frente Amplio y las fuerzas que apoyan al Gobierno, y la mayor parte de la Convención Constitucional, reclaman, en efecto, una actitud alerta del Estado ante las carencias de las personas y la desigualdad. Y tienen mucha razón al hacerlo. Una sociedad abierta y democrática, como debe serlo la chilena, debe preocuparse por que todos sus miembros tengan acceso al puñado de bienes básicos que son necesarios para el despliegue de una vida autónoma, una vida dueña de sí misma. Después de todo es cierto que la libertad no puede reducirse a la ausencia de coacción, también cuenta con una dimensión positiva consistente en la posibilidad de ejecutar acciones o emprender proyectos de vida al compás de la propia imaginación.
Todo eso justifica que se demande al Estado para que, con cargo a rentas generales, las que por su parte se obtienen de los impuestos, provea algunos bienes básicos que son indispensables para una vida autónoma.
Pero es obvio que al acentuar esa dimensión del Estado (el Estado como un compromiso de reciprocidad de quienes viven bajo él) no debe olvidarse la otra dimensión, menos grata, es probable, pero tanto o más importante que la otra: la dimensión del Estado como una agencia que monopoliza la fuerza y que, llegado el caso, es capaz de ejercerla (el Estado como Leviatán).
Y ocurre que en Chile, actualmente, esta segunda dimensión que hace posible la vida pacífica, sin amenazas y que, para repetir la fórmula famosa, evita que la vida sea “pobre, triste, solitaria y breve” (una frase que desgraciadamente hoy a mucha gente no le parece exagerada), se está descuidando, y la violencia, desde la violencia callejera a la de mayor escala en el sur, está creciendo a ojos vista sin que el Gobierno parezca advertir la gravedad que reviste, como lo prueba el hecho que abunda en frases y diagnósticos bien pensantes y vagos y en apelaciones genéricas, pero donde la acción de control de la violencia (que incluye, por supuesto, un discurso decidido) brilla por su ausencia.
El mejor ejemplo de esta actitud consistente en descuidar esta segunda dimensión del Estado —mientras al mismo tiempo se enfatiza la primera— es el esfuerzo por establecer lo que se ha llamado un estado intermedio, una medida que intenta cuadrar el círculo, proveer seguridad sin restringir los derechos fundamentales y sin usar la fuerza. Un estado de excepción sin excepción. Pero es obvio que algo así será sencillamente inútil. ¿Qué podrían hacer las Fuerzas Armadas o la policía si se les impide toda restricción de los derechos fundamentales para prevenir la violencia, si no podrán restringir la circulación, ni hacer controles masivos de identidad, ni detener sospechosos debiendo esperar la flagrancia, si, en suma, no podrán actuar a la altura de la amenaza?
Nada, o muy poco. Salvo tranquilizar la conciencia de quienes creen que se puede manejar el Estado administrando la parte grata (los desfiles, el aplauso, las entrevistas complacientes, las esperanzas de la gente que hacen sentir a la autoridad como un mesías) rechazando la parte mala (el control de la violencia mediante la fuerza, haciéndose responsable de ella).
Es como si se hubiera olvidado eso que Maquiavelo puso en los Discursos y según lo cual el hombre de Estado debe estar dispuesto a condenar su alma para salvar a la patria. O, para repetir la escena de la escritura, es como si quienes están a cargo del Estado miraran el espectáculo de los barrios y del sur, imaginando alguna forma de acabar con él a condición de que no les impida, para el caso que haya un daño inevitable, lavarse las manos. (El Mercurio)
Carlos Peña