Una de las cosas que se escuchan con mayor frecuencia estos días es aquello de que la propuesta constitucional tiene cláusulas vagas o ambiguas que deberán ser interpretadas. Y siendo así, se dice, si es la interpretación la que fija el sentido del texto, entonces ¿cómo saber qué es lo que se está aprobando o rechazando? ¿No será que se trata de un texto defectuoso que deja muchas cosas indeterminadas? ¿No será que, en el caso de aprobarse, habrá que esperar lo que diga la futura Corte Constitucional para saber lo que se aprobó?
Ese tipo de objeciones descansan en un malentendido acerca de aquello en que consiste una Constitución.
Una Constitución contiene enunciados de diversa índole: declaraciones generales (como que Chile es plurinacional); enunciación de derechos (como el derecho a recibir una determinada prestación); reglas de competencia (como las que establecen las facultades del Congreso o del Presidente); definiciones (como la relativa a los símbolos), etcétera. Y se suma a ello que se expresa en un lenguaje natural que es inevitablemente ambiguo, ¿qué se sigue de todo eso?
Se sigue que leer una Constitución, como leer la Biblia, supone el manejo de cierta técnica (a la que se llama dogmática jurídica, por analogía con la religiosa). Esa dogmática se compone de algunos principios metódicos. Por ahora menciono tres.
Desde luego, cualquier regla debe leerse por relación a las demás. Un par de ejemplos bastarán. El texto propuesto establece la necesidad de consentimiento indígena en un caso (el artículo 191) y consulta en varios otros (artículos 66, 234, 387, 17 transitoria). Basta eso para concluir que no es cierto (como se ha dicho) que se requiera el consentimiento en todos los casos. En una materia se requiere consentimiento, y en otras es necesaria la mera consulta. Otro ejemplo. El artículo 322 consagra el pluralismo jurídico; pero el artículo 329 establece que la Corte Suprema tendrá la última palabra frente a la jurisdicción indígena. No es correcto decir entonces que el sistema de justicia se fragmenta. Comprender bien las reglas exige leerlas sistemáticamente, poniendo en relación a cada una con todas las demás.
Al expresarse en un lenguaje natural (y no en uno formalizado como el de las matemáticas), es inevitable que sus términos, muchos de ellos, tengan textura abierta: posean un significado central claro y una periferia vaga. Por ejemplo, la propuesta exige comercio justo (art. 54), mercado justo (art. 182), precio justo (art. 78), proceso justo (art. 109), desarrollo justo (art. 7). Es fácil imaginar un caso justo y otro flagrantemente injusto y entre uno y otro habrá innumerables casos que se acercan o alejan de esos extremos. Pero ello es inevitable. El derecho (como toda comunicación humana) siempre posee estándares de esa índole.
Los derechos se equilibran unos con otros. Es lo que ocurre con el aborto. Que exista el derecho a abortar no quiere decir que, como se ha insinuado, se pueda practicar el aborto en cualquier tiempo u obligar a terceros a practicarlo. Hay otros derechos (como el de la salud de la propia madre) que obligan a establecer un plazo y libertades (como la religiosa) de las que se sigue la objeción de conciencia. Los derechos conforman un sistema en equilibrio.
Esos sencillos ejemplos —hay muchos otros— muestran que una Constitución, como cualquier texto legal, requiere una cierta técnica para comprenderla razonablemente.
Y por eso, antes de detenerse en cada regla, quizá sea mejor que usted considere reflexivamente las concepciones generales que inspiran la propuesta y de esa manera decida si el diseño global le parece o no razonable. Y provisto de esa primera impresión, lea luego las reglas examinando cómo esas concepciones se manifiestan en el texto. ¿Cuáles son estas últimas? Por ahora basta enumerarlas. La idea que la comunidad política es diversa (de donde se siguen la paridad y la plurinacionalidad); la consagración de un Estado social (que se configura con derechos sociales que orientan el quehacer político); la primacía de la mayoría (que inspira al sistema político); la desconcentración del poder (que da origen a las diversas autonomías locales).
El deber ciudadano no obliga ni a aprobar, ni a rechazar. Obliga a entender antes de hacer lo uno o lo otro. Usted puede optar por cualquiera alternativa; pero al hacerlo debe dejarse guiar no por su prejuicios favorables o desfavorables frente al texto, sino por lo que resulte de un sincero esfuerzo de comprensión. (El Mercurio)
Carlos Peña