La fuerte caída en los resultados de la Prueba de Selección Universitaria (PSU) por parte de los “liceos emblemáticos” generó naturales reacciones en autoridades, profesores, educandos y ciudadanía en general, pues hubo coincidencia en que aquello fue el costo que se estaba pagando por las movilizaciones y paros estudiantiles que se produjeron durante 2016.
Si bien el diagnóstico puede ser compartido, no sucede así con las propuestas de solución al problema. Como se ha señalado, el “big bang” político ha suscitado, también en este ámbito, reacciones diversas ante el fenómeno, varias de las cuales pusieron en curso de colisión a dirigentes y parlamentarios al interior de los propios partidos, así como nuevas coincidencias entre personeros de colectividades de muy distinto signo ideológico.
En efecto, se ha propuesto casi transversalmente suspender la aplicación de la reforma educacional que impide la selección de estudiantes que pueden ingresar a esos liceos, en el entendido que, de mantenerse la apertura indiscriminada, los resultados posteriores de la PSU serán aún más desastrosos, en la medida que, en lo sustantivo, la legislación apunta a integrar a estudiantes de menor rendimiento con aquellos de mayor capacidad, para así estimular una mejora de los primeros, una estrategia que ha sido estadísticamente exitosa en otros países. De allí que, en este aspecto, la ley se denomine de “inclusión” y no “de calidad”.
El Gobierno ha reaccionado señalando que prefiere dejar en manos del Congreso la posibilidad de reponer la selección hasta que se den las condiciones para ir abordando el complejo desafío, con más recursos y capacidades pedagógicas consistentes con él. Diversos medios han revelado, asimismo, que, durante la tramitación de esta “ley de inclusión”, el Ministerio de Educación habría reconocido que la decisión de excluir la selección en esos liceos podía ser prematura y que, en la oportunidad, habría adoptado el compromiso de que, aprobado en general, el proyecto sería modificado desde el Ejecutivo, algo que no ocurrió.
Aunque, por cierto, los malos resultados de los liceos emblemáticos no son consecuencia directa de estas nuevas normas –dado que aún no están en aplicación–, resulta indiciario que ya en las conversaciones parlamentarias en torno al tema surgieran pertinentes dudas sobre la propuesta, pues es un problema que, analizado a fondo, no solo afecta el futuro de la educación de nuestros hijos, sino que tiene impactos obvios en la integración y armónico desarrollo del conjunto social.
De más parece señalar que, desde una perspectiva ética y como deseable meta social, la inclusión no tiene contradictores. Es un objetivo noble, querido por una amplia mayoría de padres de familia y la ciudadanía. Su materialización, empero y como hemos visto, tiene incontables y espinudos problemas que inciden sistémicamente, tanto en las estrategias de gratuidad posible, como en la calidad potencial alcanzable de nuestra educación en las actuales circunstancias.
Por de pronto, en un sistema educacional democrático, libre, abierto, diverso y plural como el que tenemos, con provisión múltiple, particular, mixta y estatal municipal; que se provee sin más obligaciones que las legales, por inversores individuales o corporativos, grupos o sociedades de profesores y/o apoderados, organizaciones no gubernamentales educacionales, con y sin fines de lucro, credos religiosos o gremios empresariales, la calidad e inclusión de los más de 10 mil colegios del sistema ha sido desigual, pues ha estado más determinada por los recursos con que dichos colectivos han contado para realizar su tarea que por la búsqueda de una calidad homogénea. Simple: más recursos, más infraestructura, más y mejores profesores, bien pagados y con más tiempo, alumnos con requerimientos culturales básicos resueltos, provenientes de familias con más recursos educativos y culturales, posibilitarían mejores resultados.
Como natural y justa reacción en pos de una mayor igualdad, dado que dicha estructura reproduce asimetrías, hay también coincidencia en que, para una democracia moderna y una economía en desarrollo como la nuestra, tales inequidades son inaceptables, tanto por razones de estabilidad política y social como por exigencias de la nueva economía, fundada en el conocimiento. Punto. Ni siquiera hay que añadir la violencia moral que las diferencias educativas actuales significan y que han sido reiteradamente criticadas por organismos internacionales y la propia ciudadanía.
Pero, habiéndose iniciado como un alegato por la “calidad de una educación” –evidentemente deficitaria, financiera y pedagógicamente, para un amplio segmento– la constatación de esa desigualdad de recursos terminó por trasladar la discusión desde la calidad a la gratuidad y la no selección, transformando ambos conceptos en los ejes del cambio.
Para terminar con la selección arbitraria en colegios particulares subvencionados por el Estado, se afirmó, hay que terminar con los aportes voluntarios que, padres y apoderados, hacen en ellos, porque debilitan la educación municipal, así como la igualación, a través de la estatalidad. En los hechos, sobre la mitad de la población ha ido trasladando a sus hijos hacia aquellos, de manera de conseguir mejor educación o para “apartarlos” de “las ovejas negras” de los colegios municipales. Así, se “nivela” (sacándole los patines) y se evita que malos sostenedores “lucren” con platas estatales que no van, realmente, a la educación de calidad que se busca.
Una máxima económica señala que “los recursos son siempre escasos y las necesidades infinitas”. Es tal variable la que parece haber escapado del análisis de los estrategas, pues, si efectivamente los recursos son los que obran como discriminadores de última instancia –y no las naturales diferencias humanas–, el esfuerzo social para la gratuidad educacional implica disponer de un financiamiento fiscal que, por así decirlo, para igualarla, debiera elevarse hasta niveles, al menos parecidos, a los mejores colegios, en muchos de los cuales –en su mayoría particulares según la última PSU– padres y apoderados financian matrículas y mensualidades que se aproximan a casi el total de los ingresos de más de la mitad de los trabajadores chilenos. Dura faena.
Pero el Estado cuenta con la capacidad, entonces, no hay problemas. Sin embargo, más allá de los buenos deseos, la plata no ha alcanzado para comprar los particulares subvencionados que no quisieran integrarse a la gratuidad, transformándose, derechamente, en particulares sin subvención o cerrando, mientras que el costo de reemplazar los aportes de los padres ha impedido su uso alternativo en mejoras a la calidad de la educación, que es lo que se busca. Finalmente, el financiamiento fiscal logrado con la Reforma Tributaria destinada al efecto, no supera siquiera la mitad de aquel con que cuentan los colegios de excelencia particulares. Conclusión: justo el efecto contrario. Menos colegios particulares subvencionados, más colegios particulares-particulares caros y discriminadores, municipales desmunicipalizados deficitarios, por lo tanto, más segregación, menos oferta y dilapidación de recursos escasos.
Pero ¿y el exitoso colegio fiscal Augusto D’Halmar? Bueno, selecciona por méritos. ¿Habrá, pues, que obligarlo a usar la tómbola? o ¿será un tema de eficiencia en el uso de los recursos? Suponiendo que lo fuera, el sistema de educación pública ha estado recibiendo, durante años, mayores recursos, pero ni los liceos emblemáticos, ni no emblemáticos, han mejorado o se encuentran estancados. ¿Problemas de dirección? Probablemente, pero los directores con buenos resultados parecen no haber hecho caso de las exigencias de la reforma. Mala cosa.
El camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Igualdad, inclusión, integración, gratuidad son palabras mágicas que elevan nuestros espíritus y, por supuesto, motivan los nobles corazones de los jóvenes que han luchado por el excelso propósito de hacer de Chile una nación democrática, igualitaria e inclusiva. El costo ha sido la brusca caída en los resultados de la PSU y veremos si, en el futuro, con la integración de, digamos, 30% o 40% de alumnos no seleccionados, el promedio de la PSU en esos liceos podrá levantarse.
Se dirá, entonces, que la PSU no es un buen instrumento, pues mide conocimientos duros y no capacidades. La educación del siglo XXI debe preparar a alumnos con habilidades blandas, como la creatividad, curiosidad, innovación, inteligencia emocional, trabajo en equipo. Hay, pues –se afirma–, que terminar con la PSU y/o modificar sus parámetros, de manera de nivelar la cancha y no discriminar a alumnos que, por provenir de hogares de menores recursos y haber estudiado en malos colegios, ingresan a esta “competencia” con desventajas.
Veremos qué pasa con tal propuesta y si es posible mayor creatividad e innovación sobre la base de información insuficiente, que, como está en Internet –nuestra nueva memoria global–, siempre habrá acceso a ella para los más inquietos, aun cuando el currículo de su colegio no se haya cubierto en su totalidad (que ocurre en muchos) o se considere a la educación actual como basada en la mera “memorización”, lo que no atrae ni interesa al alumno, por su impertinencia respecto de sus inquietudes o habilidades. Lo mismo con la normalización curricular unificada de todos los colegios del país que se ha buscado instalar, pues, de lo que se trata es de que todos partamos de igual base, decisión que apunta, justamente, en la dirección opuesta a la creatividad, innovación, diversidad y libertad.
Lo que ha seguido ausente del proceso es, en definitiva, la “calidad”, es decir, la discusión sobre qué es lo que consideramos como tal en una educación para el siglo XXI, lo que involucra revisión permanente de los currículos, métodos de enseñanza, actualización del profesorado, tecnología para acceso oportuno a la infraestructura de información, alumnos motivados, estimulación de habilidades que apunten a ámbitos conductuales como el trabajo bien hecho, disciplina, esfuerzo, estudio, desarrollo de vocaciones, trabajo en equipo, solidaridad, en fin, tareas en todos aquellos aspectos necesarios para tener éxito en una sociedad que, si bien en el futuro podrá no discriminar por familia, religión, ideología, género, segmento social o dinero, lo hará por conocimiento y las adecuadas conductas para el manejo creativo e innovador de la información.
De allí, pues, lo interesante de la mezcla de divergencias y acuerdos propios del “big bang” entre parlamentarios de iguales o distintos colores políticos que han suscitado los bajos resultados de los colegios emblemáticos, así como los observados por temas de género, o las dificultades para integrar a la gratuidad a colegios particulares subvencionados en “desobediencia civil”. Son señales de la complejidad de una reforma que se asumió simple, desde la ideología y la ingenuidad estudiantil, pero que hoy, con la madurez de la prolongada discusión nacional y el choque contra los porfiados hechos, se ha ido alineando hacia un modelo que, desde la partida, debió haber valorado la libertad, diversidad y pluralidad del actual sistema, buscando vías directas –y no político-ideológicas– para resolver la natural derivada en desigualdad. Es decir, haber apuntado a “reformar” y no “revolucionar”, partiendo por disponer de todos los recursos allegados para mejorar la educación pública en crisis y poniendo a los liceos emblemáticos como ejemplos dignos de perseguir, sin pervertir lo ya avanzado.
La educación, como actividad, o los estudiantes, como estamento, no son ni la “punta de lanza” ni la “vanguardia” en la lucha por cambios sociales y políticos más profundos, pues su logro, en democracia, implica disputas de intereses en muchos ámbitos y, por cierto, aquel liderazgo corresponde –aun en su deslegitimación presente– a las colectividades políticas, cuya función es, precisamente, la brega parlamentaria racional, informada y realista, de cómo hacer para que las asimetrías que se producen en las sociedades abiertas y plurales sean abordadas socialmente, sin que la noble búsqueda de igualdad termine liquidando las libertades. (El Mostrador)
Roberto Meza