Lo que de verdad importa

Lo que de verdad importa

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La semana que pasó comenzó para los medios de comunicación, y particularmente para radios y televisión, sin que su atención estuviese concentrada en la tortuosa relación entre la ministra Ángela Vivanco y el multifacético operador (¿habrá otra forma de definirlo?) Luis Hermosilla. Tampoco parecían preocupados por la venta de Quebrada Blanca de Enami a Codelco, ni por la posibilidad de que el proyecto de reforma del sistema político recupere vigencia en el Congreso; ni siquiera prestaban alguna atención al único debate presidencial entre Kamala Harris y el insufrible Donald Trump en Estados Unidos.

No, nada de eso atraía la atención de los comunicadores, aunque en la mañana de aquel lunes la mayoría de ellos lucían atentos y agitados. Decenas de cámaras se veían preparadas frente a la sede de una Fiscalía en la zona oriente de la capital, mientras otros tantos reporteros, micrófono en mano, transmitían a sus estudios los pormenores de una tensa espera que se prolongaba por horas. ¿Cuál era la noticia que estaba a punto de producirse? ¿Qué acontecimiento era seguido con ese ahínco por la prensa nacional? Lo que estaba por ocurrir era el arribo de Tonka Tomicic a la Fiscalía y el acontecimiento reportado segundo a segundo era su progreso por calles de la ciudad conduciendo su automóvil hacia ese lugar.

Es verdad que la comparecencia de Tonka Tomicic ante la Fiscalía estaba relacionada de alguna manera con los chats de Luis Hermosilla, aunque esa manera carecía de importancia pública. También es cierto que ella es una figura más que reconocida de la farándula nacional y tiene méritos propios para ocupar espacios en las pantallas y en el audio. Pero ambas situaciones no tenían por qué coincidir.

Es más: no deberían coincidir.

Hacerlas coincidir es banalizar una situación que ha servido para desvelar una realidad cuya magnitud nos afecta como Estado, como nación y como pueblo de una manera que, hasta ahora, no estamos en condiciones de medir en su verdadera magnitud.

Porque, aunque también es verdad que quienes están quedando expuestos a la atención pública son personas importantes, “poderosos” como los calificó imprudentemente el Presidente de la República en un rapto de euforia, debemos preguntarnos si el resto de nosotros no actuamos de manera parecida en nuestro medio, por modesto que este sea. Si no recurrimos a amigos o parientes cuando necesitamos una ayuda o facilitar un trámite, si no buscamos saltarnos la fila o entrar por la puerta de atrás del transporte público cuando ello es posible. No quiero, desde luego, ni minimizar las faltas o delitos de quienes están siendo expuestos por el festival de filtraciones en que se ha convertido el “caso”, ni mucho menos homologarlos a nuestras incivilidades cotidianas. Sólo pretendo destacar con esa comparación la importancia de lo que nos está ocurriendo, porque el malhadado “caso” ha puesto en evidencia nuestras debilidades como si nos pusiera frente a un espejo.

Me detengo sólo en la situación que envuelve a la ministra de la Corte Suprema Ángela Vivanco y al operador en cuestión. Hemos sido educados en la convicción de que la Corte Suprema es el bastión máximo de la justicia y que, en consecuencia, sus ministros y ministras son la justicia misma. A esas personas las hemos dotado de la capacidad de administrar, sobre la base de decisiones imparciales, las reglas que como sociedad hemos decidido que sean las que rijan nuestras relaciones. Eso los obliga a ser los mejores de entre nosotros, a ser capaces de mantener esa imparcialidad a la que nosotros no estamos obligados. Nosotras y nosotros, chilenas y chilenos corrientes, podemos darnos el lujo de prejuicios y sesgos de opinión en nuestro diario vivir. Ellos no. Ellos deben mantenerse por encima de todas esas cosas que cotidianamente nos afectan al resto. En suma, ellos y ellas deben ser excelentes y virtuosos.

Pero ahora sabemos -quizás lo sabíamos desde antes y no le concedíamos la importancia que debe tener- que ellos y ellas no se ven a sí mismos como ciudadanos de excelencia. Ni se ven ni intentan comportarse como los mejores. Simplemente se ven y se comportan como cualquiera de nosotros. Ahora sabemos que son capaces de darse de codazos con otros por alcanzar un cargo, pero también que, como muy pocos de nosotros, que son capaces de ofrecer favores o servicios a quienes puedan ayudarlos a alcanzar ese cargo. Y saberlo debe dolernos como sociedad, porque ese comportamiento cuestiona las bases de nuestro estado de derecho basado en la imparcialidad y virtud de los jueces y más aún de los jueces supremos. Y como ciudadanos debe dolernos aún más saber que esas personas, carentes de excelencia y virtud y sobre la base del poder que nosotros les conferimos, han tomado decisiones que privaban de la libertad y la ciudadanía a chilenas y chilenos como nosotros o que obligaban a personas o a empresas a pagar compensaciones o indemnizaciones que ellos determinaban discrecionalmente.

Sabemos que los mitos son, en última instancia, sólo la proyección de anhelos y deseos que anidan en la sociedad y que, por ello, la sociedad termina por convencerse muchas veces de que son parte de su realidad. Quizás eso fue lo que nos ocurrió: quisimos que nuestros jueces supremos fueran excelentes y virtuosos y sólo eran como el resto de nosotros o peores que la mayoría de nosotros. Y eso es muy grave. Nos obliga a un gran esfuerzo para destruir mitos y construir realidades. Obliga a los poderes del Estado -a los tres- a actuar a la altura de las circunstancias y exigir, penalizar y legislar en todo lo que sea necesario para fortalecer nuestras instituciones y permitirnos recuperar la fe en ellas.

Y a nosotros, las ciudadanas y ciudadanos comunes y corrientes, nos obliga a hacer un esfuerzo por eludir la banalización de esa situación. Dejar atrás la actitud que Jean Paul Sartre creyó ver en su abuelo de quien dijo había puesto todo su empeño en fabricar grandes circunstancias con pequeños acontecimientos. Démosle a Tonka Tomicic todo el mérito que sus talentos merecen, pero dejemos su vida privada y la de otros y otras como ella en el ámbito al que pertenecen, aunque por circunstancias de esa vida privada sean mencionados en el gigantesco acervo de chats del celular de Luis Hermosilla. Preocupémonos más bien como ciudadanos, como medios de comunicación, como instituciones, como nación, de limpiar la mugre realmente importante que esos mismos chats están mostrándonos. (El Líbero)

Álvaro Briones