La semana pasada escribí sobre “El tsunami inmigratorio que provocó la debacle argentina”, un título provocador basado en la hipótesis de que la gran inmigración que tuvo Argentina a fines del siglo XIX no sólo gatilló la trampa económica de la clase media, sino que además cristalizó una cultura de asistencialismo, proteccionismo y populismo. Para todos aquellos que consideran que criticar la inmigración es síntoma de xenofobia, o limitar la cantidad y calidad de los que pueden ingresar al país es un atentado contra los derechos humanos, ahondo en aquellos factores que determinan si un proceso inmigratorio es bueno o malo, tema relevante dada la nueva oleada venezolana que se aproxima.
El balance positivo o negativo de las inmigraciones depende de cuatro factores: el tamaño y espacio de tiempo en que ocurre la inmigración (oleada vs marejada); el origen y perfil de los inmigrantes; la integración del inmigrante al país que los recibe; y, por último, la localización geográfica de los inmigrantes en el país receptor (distribuidos a lo largo del país vs centralizados en grandes urbes).
Oleada vs Marejada. Más importante que los números absolutos son los números relativos. No es lo mismo que lleguen 2 millones de sirios a Alemania, un país de 83 millones de habitantes, a que llegue la misma cantidad a Hungría, un país de 5 millones. En cualquiera tendrá un impacto cultural, social y económico, pero en el segundo caso sería imposible negar el cambio que sufriría la cultura nacional (valores, ética de trabajo, visión de vida, religión, costumbres, etc.) frente a esa gran oleada relativa. No se trata de que una cultura sea superior a la otra, sino que la del país receptor obviamente dejará de ser la que existía. En este caso, es altamente probable que el proceso de adaptación y amalgamiento cultural no sea pacífico, sino, por el contrario, traumático. Junto al tamaño de la oleada, juega un rol importante el espacio de tiempo en que se produce. No es lo mismo que en cinco años ingresen a un país el equivalente al 20% de su población, a que dicho fenómeno se extienda por un período de 100 años.
Origen y perfil de los inmigrantes. También es determinante el lugar de donde provienen. Es distinto que vengan de un solo país y/o zona, como fue el caso de la Argentina de fines del siglo XIX (60% de Nápoles y Sicilia), a que provengan de una gran mezcla de países, como en Estados Unidos. Ni tampoco es lo mismo que lleguen personas altamente calificadas, tal como ha sido el caso de Canadá, Australia y Nueva Zelanda en las últimas décadas, al caso chileno durante el gobierno de Bachelet, en el cual no hubo filtro alguno en cuanto a calificación, prontuario delictivo o perspectiva laboral.
Integración de los inmigrantes. En el caso de Estados Unidos, los inmigrantes de fines del siglo XIX llegaron a un país de 63 millones de habitantes, al cual buscaban integrarse al segmento de clase media, altamente desarrollado, y al cual miraban en más. Por el contrario, los que llegaron a Argentina veían por un lado a una pequeña oligarquía a la cual nunca iban a poder acceder, y por el otro una clase baja, iliterada y rural, a la que no sólo no querían pertenecer, sino que además miraban en menos. En lugar de asimilarse y buscar pertenencia, formaron grandes guetos de nacionalidades que mantenían sus costumbres, idiomas y sentido de pertenencia durante varias décadas y generaciones.
Localización geográfica. Mientras que en Chile los alemanes de principios del siglo XX se asentaron en Valdivia, y los croatas en el extremo norte y sur del país, en ambos casos lejos de los centros de poder y decisión, en la Argentina el inmigrante buscó asilo en los centros urbanos. En poco tiempo, el 90% de las grandes zonas urbanas (Capital Federal, Buenos Aires, Córdoba y Santa Fe) eran inmigrantes o hijos de inmigrantes. Esta alta concentración provocó tensiones sociales que derivaron en la cultura populista mencionada al principio de esta columna.
El gobierno de la Presidenta Bachelet fue lo más cercano a una oleada inmigratoria totalmente descontrolada, que derivó en poco tiempo en una masa laboral extranjera que superó el umbral del 10%, en cual aumenta el riesgo de tensiones sociales. De continuar el proceso migratorio sin tener en cuenta los cuatro factores antes mencionados, experimentaremos diversas presiones (lucha contra la pobreza, déficit fiscal en el corto plazo, xenofobia, salarios estancados) que complicarán no sólo el manejo económico y laboral, sino también el social.
Sin lugar a dudas, la emigración tiene que ser un derecho, pero la inmigración debe ser un privilegio, esto es, el país receptor debe fijar condiciones que en definitiva beneficien no sólo a los inmigrantes, sino también a los nativos en el corto y largo plazo.
Gabriel Berczely/El Líbero