Los juicios espectáculo son una de las señales más claras de la decadencia de una sociedad. Se los practicó en la Francia de los jacobinos, en la China de Mao, en la Cuba de Castro y del Che, en la Camboya de Pol Pot y, por cierto, alcanzaron su máxima puesta en escena en la Unión Soviética de Stalin, en el bienio del Gran Terror (1937-8), ante la boba mirada de corresponsales del mundo entero, quienes se tragaban acusaciones y sentencias, tan falsas como espectaculares.
Espectáculo: esa es la señal que despierta las conciencias más sutiles, esas conciencias que descubren que con el show ni se busca ni se logra la justicia.
La justicia, en cuanto virtud, en cuanto resultado de una deliberación judicial, requiere de pudor, de recato, porque cada vez que se juzga, en cada acto de deliberación, se toca la intimidad del otro. Un juicio es siempre un ingreso al santuario de la vida ajena y, por eso, quien interviene en esas instancias sin delicadeza, podría ser tan culpable de agresión como aquellos a los que se acusa.
Porque el espectáculo y la delicadeza son dimensiones que es casi imposible conciliar. No solo son incompatibles en los festivales o en los carnavales, no solo son inconciliables en los campeonatos o en las manifestaciones, sino especialmente en los procedimientos judiciales, en esas instancias en las que se esperarían muchos más grises que arcoíris, mucha más prudencia que pirotecnia.
Por eso resulta tan chocante lo que se ha presenciado en los últimos días. Acusadores que investidos de sacrosanta potestad fulminan a sus imputados; fiscales que piden dos años de investigación y a los pocos segundos rebajan su petición a seis meses; abogados que vinculan por redes sociales a personalidades públicas y a corto plazo declaran que nadie las está investigando; funcionarios públicos pagados con los recursos de todos que usan terminología de candidatos partidistas; fiscales que presentan y retiran renuncias según conviene a sus intereses personales. Quizás todo eso se explica porque se trata de hombres que están haciendo carrera, pero jamás resultaría justificable si se tratase de servidores que estuviesen buscando justicia.
Hoy en Chile, incluso en un caso en que es tan necesaria la verdad sobre lo que se ha hecho mal -para que respondan quienes quizás han delinquido- el estilo escogido, el estilo de los juicios espectáculo, impedirá la justicia.
No solo porque se podría cargar la mano a los inculpados de manera indebida, sino, además, porque la exhibición de las miserias ajenas es un modo de ocultar el propio pecado, es una dinámica hipócrita de autoexculpación. Mientras más fuerte se levanta el dedo acusador sobre el que se estima culpable, más fácil es dejar a los que lo acorralan en calidad de inocentes, sea cual sea su comportamiento pasado. Y esa es una terrible lacra social: ocultar las propias culpas con el humo de las faltas ajenas. Qué empate ni qué tres cuartos: así es goleada, porque la exacerbación de las emociones nubla la razón. Si el otro se cayó, yo sin duda estoy de pie.
No será el caso Penta la primera vez en que desde el día uno el veredicto ya esté sellado, porque una densa neblina comunicacional -inspirada desde una maquinaria para defraudar a la sociedad- impide razonar, impide matizar, impide juzgar. Los que así actúan dan una muy mala señal a todos los ciudadanos.
Pero que la transmisión televisiva de las audiencias de formalización solo haya llegado a los 5 puntos de rating quizás sea una señal de cordura ciudadana. Una muestra de que es mejor que se busque la justicia con discreción y sin espectáculo, una llamada de atención a quienes buscan convertir cualquier imagen en verdad. (El Mercurio)