¿Es el México actual mayormente heredero de sus culturas ancestrales o de España? La pregunta parece algo ociosa, pero no lo es. Lo sucedido últimamente, al concluir el gobierno de AMLO e iniciar el de Claudia Sheinbaum, ha puesto de relieve esta gran duda de trazos hamletianos. ¿Soy esto o aquello?
No cabe duda que el incordio mexicano-español está entrando en un nuevo capítulo. La no invitación al rey Felipe a la transmisión del mando -argumentando mayor conexión con culturas ancestrales- y, simultáneamente, el fervoroso saludo a dirigentes de grupos radicalizados y separatistas españoles, asistentes a dicha ceremonia, ha profundizado las heridas abiertas. Pero también insinúa otros temas.
Por un lado, está el sorprendente cuestionamiento al legado español.
No sólo por los efectos políticos en el resto de América Latina, sino por ir a contrapelo de la evidencia. Ante eso, conviene subrayar algunas cosas que muchas veces, por obvias, se olvidan.
Por ejemplo, las características del México actual. Imposible negar esa contribución decisiva de la herencia del virreinato, cuando aquel territorio y otras enormes extensiones hacia el norte y sur recibían el sugerente nombre de Nueva España. Es obvio que, gracias a ese aporte, México no terminó convertido en un archipiélago de entidades tribales. O algo parecido a eso.
Ocurre que fueron los rasgos inherentes a la españolidad los que lo unificaron, dándole el sentido de nación moderna. Son rasgos que las lecturas woke, por algún insondable motivo, buscan negar o, al menos, minimizar.
Dentro de aquellos innumerables rasgos españoles hay dos muy fundamentales. La religión y la lengua.
El cristianismo y el castellano amalgamaron pedazos territoriales habitado por tribus sumamente hostiles entre sí y que, por lo mismo, carecían del más mínimo sentido de unidad e identificación nacional.
Absolutamente documentado está que, a la llegada de Cortés, existía al interior de ellas una profunda animadversión hacia los aztecas. Sin embargo, su capacidad guerrera era baja. Estaban inhibidos de cualquier unidad de propósitos. Por eso, y no por designios de los dioses, no lograban derrotar a Tenochtitlán.
Luego, remitiéndose a la impronta novohispana, varios autores, entre ellos Enrique Krauze, en su “Siglo de Caudillos”, sostienen la hipótesis de una Independencia llevada a cabo por los españoles peninsulares avecindados en México (1821).
De tal manera que quienes repudian aquellos tres siglos, ignoran -o desean ignorar ex profeso– una cuestión bastante crucial, como es el cristianismo (traído por los españoles). Esto se puede desmenuzar en lo siguiente.
Primero: que los padres de la patria, o sea quienes motivaron y dirigieron la Independencia mexicana, fueron curas católicos. José María Morelos, Miguel Hidalgo y numerosos otros sacerdotes insurgentes son los emblemas de dicha gesta.
Segundo: que la veneración máxima de los mexicanos es una virgen católica, cuyo primer templo fue encargado a la orden de los franciscanos. Dos grandes pensadores liberales mexicanos del siglo 19, Ignacio Manuel Altamirano y Justo Sierra llegaron a decir que el culto a la virgen de Guadalupe es lo único que lo une y que, si desaparecía algún día, la nación mexicana desaparecería con ella.
Tercero: que fueron sacerdotes católicos los primeros en estudiar las llamadas lenguas ancestrales. Sin Andrés de Olmos o Bartolomé de las Casas poco o nada se conocería de aquellas culturas. Los misioneros franciscanos no sólo fundaron escuelas, sino también el Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, primera institución de educación superior del continente, a la cual asistían indígenas.
Cuarto: que como el catolicismo no tuvo generación espontánea en México, todos los últimos papas visitaron el país y congregaron a multitudes. Juan Pablo II fue cinco veces y en una ocasión ofició misa ante más de un millón de personas. Es dable asumir que la adoración a alguna deidad azteca ya desapareció definitivamente.
¿Es explicable entonces el catolicismo tan característico del México actual sin la herencia española? Todo indica que no.
Por otro lado, sorprende una cierta sistematicidad en toda esta secuencia de lecturas woke, resaltando lo indígena y relegando a discreto segundo lugar lo novohispano. Hay aquí algo tan hilarante que quizás se oculte un esfuerzo político en otra dirección. Bien podría todo esto no responder a un simple extravío metafísico.
¿No estará incubándose en esta furia anti-española el germen de peligrosas ideas fragmentadoras al interior de los países latinoamericanos?
No pasó inadvertida la asistencia a la transmisión del mando en México de políticos españoles alineados -con diversas intensidades- con las propuestas soberanistas y anti-monárquicas. Tampoco que se les brindó una fervorosa bienvenida.
Como se trata de los mismos amigos de Evo Morales, el episodio refrescó la memoria sobre los esfuerzos del líder cocalero por redibujar el mapa sudamericano. De hecho, mantiene vigente Runasur, un movimiento destinado a crear un ente estatal nuevo de la actual Bolivia con el sur de Perú y norte de Chile.
Luego, aquellos españoles visitadores también son amigos de algunos K en Argentina, lo que invita a detener la mirada en un hecho extraño, y casi imperceptible, ocurrido hace algunas semanas, cuando un ministro de la Provincia de Buenos Aires -donde hay mucha molestia con la gestión de Milei- insinuó la posibilidad de que aquella provincia se independice.
Es evidente que estas conjeturas apuntan a un esfuerzo aún en etapa larvaria. Sin embargo, no debe olvidarse que las iniciativas soberanistas de los sectores extremistas de la poli española partieron igualmente como un extravío.
Por ahora se ve un incordio bilateral, rozando los límites de lo tolerable. Así se reconoció hace pocos días durante la reunión de representantes de las academias de historia de catorce países latinoamericanos. El propio presidente de la Academia Mexicana de Historia, Javier Garcíadiego aseguró que la no invitación al Rey Felipe es a lo menos una descortesía.
Mirando las cosas con frialdad, el maximato mexicano nunca ha resultado. Así se denomina allá al deseo de algunos mandatarios salientes de administrar a su delfín. No se debe descartar a priori que una científica, como Claudia Sheinbaum, opte más adelante por llevar las cosas a su cauce natural y se desprenda de dichos extravíos. (El Líbero)
Iván Witker