Los que pueden gobernar

Los que pueden gobernar

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Karol Cariola, diputada y vocera de la candidatura de Alejandro Guillier, dijo en el programa de Canal 13 En buen chileno, que Sebastián Piñera no podía volver a gobernar Chile. Y no podría, en su parecer, por dos tipos de razones: primero, por su pretendida falta de idoneidad moral, o así se desprende de la lista de descalificaciones que profirió en contra del ex Presidente; y segundo, “por lo que representa”. Me quiero detener en este segundo punto.

La primera argumentación —esto es, la descalificación personal—, aunque odiosa, es propia de la política. No de la buena política, esa que fortalece la democracia mediante la confrontación de los distintos proyectos, pero al fin y al cabo, está dentro de las prácticas habituales, especialmente de los que se ven impotentes frente al apoyo mayoritario del rival que aparece fatalmente favorito.

Pero decir que alguien no puede gobernar “por lo que representa”, eso es otra cosa, eso es salirse de los márgenes que delimitan la disputa democrática. Lo que la diputada nos dice es que Piñera no sería, en su particular parecer, un legítimo competidor, y no lo sería porque representa a un conjunto de personas o de ideas que —constitutivamente— están inhabilitadas para ejercer el Gobierno. El problema no es lo que piensan, el problema es lo que son.

¿Me sorprende que la diputada argumente eso? No, para nada. Después de todo es comunista y, como dice el viejo refrán —que uso metafóricamente—, “perro viejo no aprende trucos nuevos”. Ella es muy joven, es verdad, pero adscribe a una forma de pensamiento, y de entender la política, que es vieja, fracasada y anquilosada, por lo que nada muy distinto se podría esperar. De hecho, imagino dibujada una sonrisa en el rostro del viejo Stalin.

Pero Cariola es vocera de la campaña de un candidato que, más o menos equivocado en sus propuestas, es indudablemente un competidor democrático; los partidos que respaldan esa alternativa forman parte de una izquierda renovada, que ha dado Gobiernos estables al país en las últimas décadas. Quienes integran esas colectividades salieron hace mucho tiempo, o nunca estuvieron, en el pantano intelectual en que todavía está pegada la vocera que habla por su candidatura presidencial.

¿Vale la pena tomarse en serio el exabrupto de la diputada? Pienso que sí, al menos no se le debe dejar pasar sin marcar el punto, precisamente por la posición de vocería que ocupa. Ella habla por esa campaña por mandato expreso del abanderado. Es bueno recordarle, por lo tanto, que Sebastián Piñera representa, en sentido estricto, a más de ochocientos mil chilenos que votaron por él para que fuera candidato presidencial y, en un sentido amplio, al casi millón y medio que participaron de dicha elección primaria validando su triunfo como representante de una parte del país.

Objetivamente, eso es lo que representa Sebastián Piñera, a una enorme cantidad de chilenos que valoran una sociedad fundada en la libertad individual y el emprendimiento, que aspiran al progreso y la movilidad social, que no le tienen miedo a la competencia cuando es justa, que no demandan el igualitarismo material que anhela la diputada, sino la virtuosa igualdad de trato, esa que el pensamiento liberal llamó igualdad ante la ley y que Karl Popper entendía como una exigencia moral.

La vocera de la candidatura del senador Guillier puede creer que Piñera no quiere representar nada de eso, que sólo es la expresión política de ese uno por ciento más rico que para ella parece determinar toda nuestra vida social. Pero ella no tiene derecho a ignorar el dato concreto que significa que una parte muy relevante del país validara con su voto la opción presidencial del candidato opositor; que según las encuestas, la mayoría de los chilenos quiere que él vuelva a gobernar; ni tampoco el hecho de que el Gobierno del cual ella forma parte es políticamente rechazado por la inmensa mayoría de los ciudadanos.

Esa manera de entender la política que exhibió la diputada Cariola —que pretende la capacidad de excluir de la competencia democrática a una parte del país no por lo que piensa, sino por lo que “es”— no puede entenderse sino como un resabio que se resiste a morir de la ideología más dañina que ha conocido la humanidad y que fue simbólicamente sepultada por los ladrillos del Muro de Berlín. (El Líbero)

Gonzalo Cordero

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