Es de suponer que ya se habrán apagado las voces que declaraban que el coronavirus era una invención del Gobierno para aplacar la movilización social, en un registro similar a los que decían que el estallido del 18-O fue obra de agentes extranjeros. Estamos ante un macroestallido de alcance planetario, ante el cual el nuestro parece de pronto un acontecimiento doméstico propio de otra época. Pero no es así. Hay muchas similitudes entre ambos, así como en la forma de encararlos.
Se trata, en ambos casos, de desbordes inesperados que provocan alarma e incertidumbre, cuyo origen y evolución no se conoce ni se puede predecir, y en los que se mezclan factores humanos y naturales, locales y globales. Fenómenos que ponen en cuestión el conocimiento disponible y obligan a pensar y actuar “fuera de la caja”; que fuerzan a readaptar las leyes que regulan el funcionamiento de los individuos, las familias, las organizaciones y las instituciones; que solo se pueden afrontar apelando a la cooperación, la solidaridad, el acuerdo y la disciplina, aun al precio de modificar hábitos y limitar libertades personales.
Negar la gravedad de la amenaza no sirve de nada. Tampoco presentarla como un “virus extranjero” que se puede detener simplemente cerrando las fronteras, o ante el cual estamos inmunizados por un principio supremacista que linda con el racismo. Lo intentó Trump y terminó en un bochorno; algo parecido se pretendió en Chile en octubre, con resultados parecidos.
Ante desbordes de esta naturaleza hay que plantearse objetivos modestos y graduales, y prepararse para un proceso largo mientras se descubre y prueba un antídoto o se construye una salida. En el caso del covid-19, lo que se busca es achatar la tendencia para evitar una explosión que provoque el colapso de los sistemas de salud. Esto lleva a poner las energías no en atacar la “primera línea” del virus, sino en contenerlo y confinarlo para evitar que contagie masivamente a la población, en especial a los grupos más vulnerables. Frente a la ola de protesta y violencia inaugurada el 18-O es lo mismo. Hay que enfocarse en ir produciendo una paulatina inflexión vía reformas que ataquen las demandas de los más necesitados, sumado a un proceso constituyente inclusivo capaz de ir creando una nueva convergencia. Proponerse o exigir la clausura inmediata y total del desborde, en los dos casos, es puro voluntarismo y demagogia.
El covid-19 ha reforzado algo que por suerte los chilenos tenemos internalizado, y a lo que hasta aquí hemos seguido siendo fieles desde nuestro propio estallido: la importancia de actuar a través de las instituciones, a pesar de sus problemas y su descrédito, en lugar de apelar al caudillismo y al mesianismo, o de dejarse llevar por el vértigo de manipular por secretaría los principios de la democracia.
Las consecuencias definitivas de esta pandemia, calificada como la más grave en el último siglo, son aún imprevisibles, pero lo que sabemos con certeza es que ha inaugurado una nueva normalidad. Los paradigmas, hábitos y estilos tradicionales de vida están en suspenso. Las formas de trabajo, así como las expresiones de amistad y cariño, se modifican. La salud y la defensa de la vida se toman la agenda personal y colectiva. La fortaleza del Estado adquiere todo su valor, desde luego en el campo sanitario, pero también en el económico. Los líderes de todas las tendencias llaman al cuidado recíproco y a la fraternidad, pues desde el momento en que la salud de cada uno depende literalmente del prójimo se borra la frontera entre el destino individual y el comunitario.
El Presidente Macron ha señalado que este macroestallido obliga a interrogar “el modelo con el cual se ha comprometido nuestro mundo después de décadas”. Quizás esté en lo cierto. No suena muy distinto al desafío que nos planteara el 18-O.
Eugenio Tironi/El Mercurio