Como a mucha gente, me decepcionaron muchas de las enmiendas del Consejo Constitucional. El texto de la Comisión de Expertos era bueno, y tenía el mérito de ser el producto de un acuerdo transversal unánime. Había la posibilidad de que fuera aprobado por una mayoría contundente de votantes. Por lo menos es lo que yo creía, sin dejar de estar consciente de que el voto en Chile es impredecible, y de que en el país hay todavía cierta bronca rechacista, ganas de decir que no porque no. Con todo, creía que había en paralelo ansias de acuerdos, y que valía la pena apostar a ellos.
Pero no se pudo. Parece que en política a los triunfadores no les nace fácilmente la generosidad. Es una virtud que algunos creemos les podría beneficiar, que podría hasta disminuir su alta tasa de rechazo. Pero no lo ven. Más bien se tientan con aprovechar a concho el triunfo, más aún si es coyuntural, porque si no ahora, dirán, ¿cuándo? Así son muchos políticos, sean de derecha o de izquierda.
En fin, tenemos que votar a favor o en contra de una Constitución imperfecta, consolándonos con el pensamiento de que todas las constituciones lo son. Tenemos que votar, también, sin la ilusión de un acuerdo amplio, ya que lo probable es que el resultado sea estrecho. Con todo hay que votar, y por crítico que soy de los gustitos que se han dado los republicanos (se los explicaba a un político conservador inglés y me dijo “parecen niños malcriados”), voy a votar a favor. No solo para que salgamos del tema, sino porque la propuesta constitucional, por imperfecta que sea, tiene elementos muy positivos.
Desde ya, no se puede objetar su legitimidad de origen. El Consejo fue elegido en elecciones libres, y la Comisión de Expertos fue nombrada con transparencia por el Congreso, que además delineó doce bordes que el Consejo respetó. Finalmente había un Comité Técnico de Admisibilidad ante el cual ningún consejero reclamó. La Constitución podrá ser aprobada o rechazada en diciembre, y si es aprobada, el Congreso puede hacerle cambios con la adhesión del 60 por ciento de sus integrantes, que no es una cifra prohibitiva. Tiene legitimidad democrática irreprochable, entonces.
Hay otras cosas muy buenas. La Constitución propuesta lleva cláusulas que contribuyen a que se reduzca nuestra ingobernable profusión de partidos, y a que estos tengan más ascendencia sobre sus parlamentarios díscolos. Como se ha dicho ya mucho, el mismo Congreso no las habría generado nunca, por lo que no hay que desaprovechar esta oportunidad. Lo mismo pasa con las cláusulas que apuntan a profesionalizar el Estado. Por otro lado, los derechos sociales han quedado razonablemente garantizados, a la vez que condicionados a la responsabilidad fiscal. En los de la salud y de la educación se consagra una bienvenida libertad de elegir.
Creo que se exageran los derechos de los padres sobre los niños. También la libertad de conciencia. Lo de las contribuciones es insensato. En cuanto a las abstrusas distinciones entre el “que” y el “quien”, está claro que en Chile la discusión sobre el aborto todavía da para largo. Pero me parece improbable que estén en riesgo las tres causales. Además, los que tenemos confianza en la democracia sabemos que habrá oportunidades para mejorar esta Constitución. Lo importante es que aprovechemos sus buenos elementos, en especial los que contribuirán a restituir la perdida gobernabilidad —basta con estos para votar a favor.
Mientras tanto, me sorprende la farisea rasgadura de vestiduras exhibida por la izquierda, para qué hablar de sus amenazas de estallido. Es una actitud octubrista, porque se concentra en lo que rechaza, sin dar luces de lo que quiere. Es como si prefirieran volver a ser oposición, como cuando desde la calle denostaban todo, sin la incomodidad de tener que gobernar. O como si hubieran dado con algo aún mejor: gobernar y estar en la calle a la vez, el nunca ocultado sueño del PC. (El Mercurio)
David Gallagher