Decir que los animales son sujetos de derecho es, a todas luces, un absurdo posmoderno. No importa cuánta entelequia y teorías se desarrollen para justificar esta barbarie, la realidad irrumpe derrumbando creencias, buenismos e idiotismos de toda índole. Dentro de esos ismos, nos encontramos con el antiespecismo que convierte a los animales en una minoría política en condición de igualdad con los humanos. Se trata de una ideología que tiene su origen en la filosofía utilitarista de Jeremy Bentham que afirma que “el ser humano y los animales dotados de sensibilidad física y emocional merecen igual consideración en la medida que unos y otros están sometidos al imperio del placer y del dolor”.
Como toda ideología, el antiespecismo propone un tipo de vida, el veganismo. Hasta aquí no hay problemas, mientras sea una opción entre muchas otras y no una exigencia impuesta por la fuerza. Esa es la delgada línea roja que en el mundo político separa el totalitarismo de la diversidad de tipos de vida que surgen espontáneamente en un marco democrático. El problema es que no son pocos los antiespecistas que han cruzado esa línea. Se trata de sujetos tan radicales como los nazis más extremos, dispuestos al uso de la violencia para impulsar su antihumanismo. Si no me cree, converse con alguno de los dieciocho mil carniceros y charcuteros franceses que en 2018 reclamaron protección de las autoridades frente a las agresiones físicas que sufrieron de parte de los antiespecistas. Típico de toda ideología totalitaria que, desde la medida del narcisismo de sus feligreses, termina destruyendo la libertad y atentando contra la integridad física de quienes piensan distinto.
El objetivo final de los antiespecistas, en palabras de Ariane Nicolas, periodista francesa, autora del libro “Antiespecista, la nueva ideología”, “no es mantener a todas las especies vivas, sino privar a los animales del contacto con la especie humana, lo cual sería esencialmente inútil y perjudicial.” De modo que los humanos no somos dignos de la compañía de los animales. En otras palabras, estamos ante una ideología antihumanista, resultado de la degeneración instintiva del animal humano, que Nietzsche advirtió nos llevaría al estado del último hombre. El idiotismo propio del absurdo en que esta se funda ha llevado a los antiespecistas a plantear que matar animales para comer sería un «asesinato alimentario»; inseminar a una vaca, una «violación»; y que la relación entre gallos y gallinas es patriarcal. De ello se sigue que hay que liberar a las gallinas de la opresión de los gallos.
El absurdo en que se funda la intención de hacer de los animales sujetos de derecho pero, por supuesto, no de responsabilidades, es reconocido incluso por los progenitores del antiespecismo. Por ejemplo, Peter Singer, junto con afirmar que el dolor animal merece la misma consideración que el humano, reconoce que es imposible comparar el dolor en dos especies distintas. Por su parte, Nicolas, también reconoce que “el antiespecismo hace buenas preguntas, aunque aporte malas respuestas.”
Lo peor de esta ideología es que termina atentando en contra de la existencia misma de los animales. De ahí que es imperativo, para todos los que amamos a los animales, adherir al anti-antiespecismo. Profundicemos.
Singer afirma que no se puede hablar de igualdad entre las especies por lo que -cualquier persona mínimamente razonable entenderá- es imposible sortear el juicio humano en el valor de unas sobre otras. Ante la posibilidad desquiciada de establecer tribunales que diriman los derechos a sobrevivir del tigre que no respeta el derecho de la cebra a su vida, el antiespecismo nos ofrece una distinción conceptual que va en la línea de igualar a los humanos y los animales. Se trata de distinguir entre un agente moral que sería responsable de sus actos y un paciente moral -animales y niños- que estarían al cuidado de los agentes morales. Ellos tendrían derechos, pero no obligaciones.
La distinción entre agente y paciente moral sirve únicamente para descartar la necesidad de imaginar un sistema jurídico que resuelva el conflicto entre animales. El razonamiento es básico: donde nadie es responsable, no es necesario el juicio. Pero esta no era más que una ironía -que hirió profundamente los corazones de quienes inconscientemente promueven la extinción de los animales “por amor a los animales”-. Y digo que promueven su extinción en la medida que, al afirmar la igualdad entre niños y animales, obliga al agente moral a evitar todo daño entre los pacientes morales animales, tal como lo hacemos con los niños. Y si evitamos que el tigre se coma a la cebra, el gato al ratón y el cocodrilo a los antílopes, entonces habremos liquidado a todas esas especies. Eso no sucede cuando cuidamos que los niños no se dañen entre sí. Por eso la comparación entre niños y animales es absurda y antihumanista.
Finalmente, dividir el mundo entre agentes y pacientes morales nos deja ante el problema, hoy elevado a rango constitucional, sobre qué hacer con humanos cuya dieta implica un menú con sujetos de derecho. Ellos son los malditos carnívoros que, de aprobarse un texto constitucional de corte antiespecista, arriesgan ser juzgados por sus crímenes de lesa animalidad. (El Líbero)
Vanessa Kaiser