La mejor política de inmigración de cualquier país es la que atrae talento. Un talento que aporte a la prosperidad del país se entiende. Tal aserto, que parece obvio y de Perogrullo, no es sencillo de ejecutar. El motivo es el marasmo generalizado que viven los países receptores respecto a los movimientos masivos de personas en estos últimos años.
Mientras, por un lado, los Estados no encuentran herramientas adecuadas para enfrentar el desafío de estas oleadas de recién llegados, por otro, naciones enteras observan atónitas cómo los nuevos buscadores de fortuna o de una vida simple y alejada de los desastres en sus lugares de origen, cruzan continentes a pie o se hacen a la mar en embarcaciones precarias. En caso de sobrevivir a tales travesías, el futuro no aspecta bien. Ni para ellos ni para los receptores.
El marasmo lo provocan las ideologías, visiones y prácticas refractarias a las tendencias objetivas y al análisis frío de lo que todo esto significa. Hay una especie de inclinación a invocar soluciones mágicas. El buenismo -o candidez, si se quiere- cree que se trata sólo de trasladarlos y ubicarlos en cualquier parte de “los territorios”. Una mano celestial se ocupará de la integración.
Sin embargo, las complejidades terrenales son muchas. La situación en todo el espacio Schengen, en EE.UU. y Canadá, así como en la propia América Latina, hay ejemplos a raudales. Imposible no concluir que el manejo platónico y buenista de las migraciones está destinado al fracaso y, de paso, causa estragos de dimensiones tectónicas. Los habitantes de lugares de llegada perciben, a través de los ríos subterráneos de sus propias vivencias, que los países están formados por personas con su propia idiosincrasia y que no son simples descripciones geográficas.
Quien mejor ha analizado todo este asunto es Thilo Sarrazin, un economista y antiguo ministro de Finanzas (Finanzsenator) por Berlín. En 2010, provocó un enorme revuelo al publicar Alemania se suprime a sí misma (Deutschland schafft sich ab). Fue un gran acierto editorial. El tema de la candidez oficialista ante la inmigración flotaba en el aire de la sociedad germana ya por esos años.
Sarrazin no hizo otra cosa que examinar el rinoceronte gris, como se estudia en los estudios de prognosis este tipo de asuntos. Están ahí. Se aproximan raudos, pero nadie quiere verlos. 25 ejemplares vendidos antes de la aparición de su libro y, apenas un año después de su primera edición, llevaba vendidos ya más de un millón y medio de ejemplares. Una maciza evidencia del interés que genera en Alemania el impacto de una inmigración descontrolada.
Como consecuencia de ello, hasta su propio partido, el Socialdemócrata, lo expulsó, pese a haber trabajado largos años en la conocida fundación de aquel partido, la Friedrich-Ebert-Stiftung. Los dirigentes estimaron que Sarrazin, uno de los intelectuales más reconocidos por ese entonces, había ido demasiado lejos.
Por algún motivo insondable, estimaron que la sociedad germana no estaba preparada para verdades tan desgarradoras. Y aunque ahora un dirigente de esa colectividad ejerce como Canciller (a la cabeza de una raquítica coalición con los Verdes y Liberales), su declive electoral es tan persistente como indesmentible. Una de las razones de ellos es su conducta de avestruz, negando la realidad, pese a que los asuntos migratorios encabezan junto a la guerra en Ucrania las inquietudes del electorado.
Los escenarios delineados por Sarrazin ponen énfasis en dos asuntos estrechamente imbricados.
Uno: el descontrolado aumento poblacional en las áreas más pobres del planeta. Dicho desborde alimenta la tendencia a emigrar, generándose una espiral interminable.
Trasladando este razonamiento a América Latina, esto se observa en Haití, cuya población aumenta a ritmos efectivamente descontrolados. Se estima que ya superan los ocho millones. Y las paupérrimas condiciones de vida continúan. Lo mismo que intermitentes estampidas migratorias. El buenismo en este caso haya sido promovido o producto de indiferencia en los puntos de control, no ha tenido el más mínimo resultado positivo. La pobreza en Haití se mantiene intacta y sus migrantes, pese a considerar que llegan a unos pleasure grounds, en realidad sólo engrosan la marginalidad extrema.
Dos: esa idea absurda denominada regulación migratoria. La experiencia indica que aquello se reduce a un simple control de identidad y de residencia. Algo del todo inútil. En el mejor de los casos, alivia la carga policial en sus investigaciones criminales.
A lo anterior, debe añadirse un tercer asunto muy relevante. El impacto negativo del descontrol migratorio en aquellos países inmersos en un mundo altamente competitivo y crecientemente tecnologizado.
Sabido es que, hoy en día, los países están obligados a encontrar sus propios nichos de desarrollo. A diferencia de la Guerra Fría, ya no basta con adscribir a ideologías para sobrevivir. El mejor ejemplo es Cuba.
En esa búsqueda de caminos hacia la prosperidad, el modelo escogido es tan importante como el capital humano disponible. Existe, desde luego, una directa relación entre ambos. Forman una sola ecuación.
Guste o no guste, los países occidentales, e incluso China y Rusia, avanzan a una lógica de desarrollo llamada “enfoque STEM” (Science, Technology, Engineering and Mathematics), para lo cual se requiere un capital humano formado en todos los niveles educacionales. Es tal la intensidad de la competencia que el enfoque STEM se torna inalcanzable cuando el lastre migratorio es interminable e indiscriminado.
Es en esa perspectiva en la que deben entenderse las políticas migratorias selectivas aplicadas por países considerados ejemplo, tipo Canadá y Australia. En ellos, y en otros, la regularización se asume como un proceso de selección previa, basado en tres elementos: nivel educacional y calificación del interesado, así como las necesidades propias del país receptor.
A mayor abundamiento, los países con mejores resultados PISA (Finlandia, Japón y Corea) son muy homogéneos poblacionalmente y, por ende, muy restrictivos en materia migratoria. No debe olvidarse además que la admirada Finlandia es uno de los grandes íconos de la sociedad de bienestar nórdica.
Los sesudos análisis que sitúan a Finlandia como ejemplo de formación escolar para los países latinoamericanos suelen olvidar este pequeño detalle étnico. Se trata de una verdadera política pública, instaurada y seguida por sucesivas administraciones socialdemócratas.
Por lo tanto, la pregunta concluyente parece obvia, ¿se importan individuos o mentalidades? (El Líbero)
Iván Witker