Hay que retroceder al menos cuatro o cinco décadas, y volver al momento en que estaban vivos Sartre o Russell, para encontrar a otro intelectual que se le asemeje en el rango de sus preocupaciones, la amplitud de los géneros que cultivó, la influencia que alcanzó y el talento que anega sus páginas y que él, una y otra vez, exhibió con la naturalidad de quien respira. Por eso puede afirmarse que Mario Vargas Llosa representa, en la cultura contemporánea, como ningún otro, la figura del intelectual público, alguien que se ejercita en el ámbito de la cultura e interviene en los debates de su tiempo, no animado por el deseo de exhibir su erudición o sus destrezas discursivas, sino, empujado por el anhelo que el mundo sea mejor de lo que es.
Esa vocación por lo público que animó cada minuto de su vida, ese ánimo irrefrenable de intervenir en los debates de su tiempo sin dejar pasar casi ninguno, fue el fruto de una insobornable e incombustible vocación literaria. Fue la vocación por imaginar y escribir ficciones, por suplantar la realidad mediante la escritura, la que lo movió a adoptar el papel que ejercitó en la cultura y cuyo proyecto expuso, muy temprano, en una conferencia que dictó en la Universidad La República en Uruguay, el año 1966, y reiteró más tarde en esa magnífica conferencia “La literatura es fuego”.
Al leer esa conferencia hoy día, en la hora de su muerte, más de medio siglo después de ser pronunciada, sorprende y emociona la notable fidelidad que él mantuvo con el programa que allí se expone. Es verdad que sus adhesiones políticas se modificaron, que el fervor revolucionario que lo inflamó en los sesenta, fue sustituido por el suave escepticismo liberal, y que los escritos políticos de Sartre fueron desplazados por los de Aron o Berlin, pero por debajo de todos esos cambios que pudieron parecer veleidades, subsistió incólume la misma e insobornable convicción: el escritor era, a su juicio, un ser constitutivamente descontento, un profesional del desasosiego y la insatisfacción, cuyas ficciones acreditan una y otra vez que la realidad está mal hecha, que siempre está por debajo de nuestros sueños y de nuestras aspiraciones, y que vivimos gracias al auxilio de lo que no existe, gracias a eso que las novelas y los cuentos que escribió con un brillo que ciega, animan y fingen una y otra vez.
Sartre de cuyas ideas políticas se apartó, pero cuya concepción acerca del papel del escritor nunca dejó de lado le enseñó que escribir no era un acto de distracción, una actividad lujosa y prescindible de esas que dan un respiro, distraen de las penurias de la vida, apartan de las heridas domiciliarias y así nos permiten juntar fuerzas para los actos verdaderamente importantes. Nada de eso. Las consecuencias de la literatura, le enseñó Sartre, podían ser tan imperecederas como disparar un revólver.
A la hora de escribir nadie puede lavarse las manos: no cabe más que tomar posición frente a la realidad que a cada uno le tocó en suerte. Escribir era, pues, un acto político y no cabía más que responsabilizarse por él: el escritor estaba condenado a la responsabilidad y eludirla equivalía a querer saltar fuera de la propia sombra. Esas ideas que Sartre ayudó a esparcir —y que el propio Sartre luego abandonó cuando dijo que mientras un niño muriera en África, “La náusea” no valía la pena— persistieron en él animando su vocación hasta el día de su muerte y no es casualidad que su último proyecto literario fuera echar la vista atrás y escribir acerca de él.
Cuando se examina la brillante peripecia vital e intelectual de Mario Vargas Llosa, tapizada de polémicas, premios, disputa por el poder, entreveros, adhesiones políticas, se observa una fidelidad casi religiosa a ese principio según el cual la literatura es, a fin de cuentas, lo quiera o no el escritor, un acto por decirlo así político, una forma de rebelión con la que los seres humanos acreditan que el mundo podría ser distinto. Esta capacidad de la literatura para servir por sí misma la existencia humana, gracias a la relevancia histórica y política que poseen las ficciones, es un principio que Mario Vargas Llosa no abandonó nunca y, al contrario de lo que alguna vez creyó Sartre, él siempre pensó —incluso es probable cuando exhalaba su último suspiro— que una buena novela hacía más por la existencia humana que el más eficaz asalto utópico o político. (El Mercurio)
Carlos Peña