Max Weber y la peste

Max Weber y la peste

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Mañana se cumplirán exactos cien años desde que otra pandemia, la gripe española —cuya duración se extendió hasta el año 1923—, acabó con la vida de Max Weber, quien, según dijo Karl Jaspers, indagó más que ningún otro “en la total vastedad de la condición humana”. Cuando la muerte lo alcanzó tenía 56 años.

Basta un breve listado para mostrar lo inabarcable de su obra. Sentó las bases de una sociología que considera el horizonte de sentido de los actores; investigó la historia económica; iluminó el sentido religioso que anida cualquier cultura humana; exploró por qué y de qué forma el mundo moderno se había desencantado; y advirtió que la racionalización occidental acabaría poniendo al individuo humano en “una jaula de hierro”.

¿Qué podemos aprender en la hora presente de su obra? Mucho.

A los académicos les advirtió acerca del peligro que amenazaba a la universidad. El peligro consistía, y consiste aún, en que los profesores se sirvan de la cátedra para promover sus puntos de vista ideológicos o políticos disfrazándolos con el prestigio de la ciencia. En una época fructífera para las profecías —suya es la expresión “profetas de cátedra”—, Weber llamó la atención acerca del hecho que la ciencia no es capaz de dirimir ni el sentido ni el significado del destino humano. Los valores ante los que cada uno se inclina no eran, pues, algo que el conocimiento pudiera descubrir, sino un asunto de la voluntad: de la manera en que cada ser humano decidiera situarse ante el destino. La ciencia esclarecía las diversas posibilidades de lo humano, pero no guiaba el tiempo ni era capaz de leer la aguja que indicaba la dirección de la historia. Las profecías de cátedra, dijo, encienden los ánimos; pero no ayudan a ver mejor.

Lo anterior, por supuesto, no significa que quienes trabajan en la universidad deban abstenerse de la política; solo que no deben esgrimir la autoridad de la cátedra en favor de sus propias opciones. Menos todavía —habría que agregar en los tiempos que corren— esgrimir sus elecciones políticas o valóricas para limitar la búsqueda de la ciencia, el libre debate de ideas o el quehacer general de la universidad. En la modernidad, explicó Weber, no hay un Dios al que debamos obedecer, sino un panteón ante el cual hay que elegir. Y en esa elección la ciencia y la universidad no prestan ningún auxilio.

A los políticos, por su parte, les recordó que el deber de quien ha hecho de la política su profesión no es abrazar sus convicciones a ultranza, sino atender a las consecuencias que se siguen de ellas. Una cosa es obedecer ciegamente a las propias convicciones, otra cosa es perseguir su realización pero atendiendo a las consecuencias. El político está obligado a rendir cuentas por lo que hace aunque no lo haya querido directamente; por eso a él no le basta la pureza de intenciones para justificarse. El político de la fe pura, el político adolescente, el político que cree que sus convicciones o su sentido de justicia bastan para justificar sus acciones, se ha equivocado de oficio: su lugar es el púlpito de una iglesia, no la plaza pública. Quien cree que basta querer el bien para que el bien se produzca, o que basta tener un corazón pretendidamente puro para alcanzarlo (como parecen creerlo tantos políticos hoy día) olvida que a veces el bien produce mal y el mal produce bien o, como prefería San Pablo, que con frecuencia y frente a la realidad el político debe repetir para sus adentros: no hago el bien que quiero y sin embargo hago el mal que no quiero.

No se trata, por supuesto, de que el político deba escoger entre la fe pura y el pragmatismo vulgar. Ese es un malentendido frecuente que hay que rechazar. Esto es lo que quiere decir Weber cuando advierte que para conseguir lo posible hay que intentar una y otra vez lo imposible. El político debe tener convicciones; pero ellas deben estar acompañadas de la conciencia de que los actos que ejecuta pueden producir efectos que las corroen o las niegan. El falso profeta pretende que sus convicciones justifiquen sus actos aunque el cielo se desplome; el político auténtico mira permanentemente al cielo para evitar que ello ocurra.

En tiempos como los que corren, tiempos agitados y difíciles, abundan como peste los “profetas de cátedra” y los políticos que confunden el púlpito con la plaza, los políticos que creen tontamente que basta perseguir fines buenos para que el bien se produzca. A ellos Weber, muerto por la pandemia de hace un siglo, les recuerda que la grandeza de la política deriva del hecho que ella debe tratar con la incertidumbre de lo humano, retroceder cuando la escasez se levanta como una muralla, y así y todo seguir cavando “el duro suelo” de la realidad.

Carlos Peña

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