¿Contribuye al bienestar social y a la salud del sistema universitario el proyecto de financiamiento anunciado por el Gobierno?
Por lo pronto y antes siquiera de examinarlo completo, cualquier juicio pormenorizado y definitivo es prematuro; pero una consideración general puede hacerse.
Si nos ceñimos al anuncio gubernamental, el sistema exigirá a las instituciones adoptar una decisión de envergadura: sumarse o no al nuevo sistema. Si deciden sumarse, no podrán cobrar monto alguno a sus estudiantes hasta el noveno decil. Solo podrán cobrar lo que juzguen correcto al décimo decil. Si se excluyen, los estudiantes que decidan incorporarse a ellas no accederán a ningún sistema de créditos subsidiado por el Estado. En este último caso, las familias deberán financiar la educación con renta actual (las más ricas) o futura (endeudándose en el sistema financiero).
A eso parece conducir (ya sabremos los detalles) el sistema de financiamiento que se ha propuesto.
Reiteremos la pregunta: ¿contribuye al bienestar?
Si el nuevo sistema se juzga desde el punto de vista de los estudiantes y su bienestar inmediato, no cabe duda de que su bienestar se incrementará. Luego, si el bienestar social se concibe como una agregación de las mejoras individuales, no cabe duda de que el nuevo sistema lo mejorará.
Pero si el nuevo sistema puede mejorar el bienestar individual inmediato, no cabe duda de que lesionará al sistema universitario puesto que lo empobrecerá y, lo que es peor, atará a las instituciones a los vaivenes del ciclo político. En efecto, para controlar las transferencias que, con cargo a rentas generales, se efectuarán, el Estado fijará los aranceles, de suerte que cuán innovadora sea una universidad, o cuánto investigue o alimente el esfuerzo crítico de sus cuerpos académicos, dependerá de la disposición del Estado a financiarla o del ciclo económico que se experimente. De esta manera, la más antigua tradición de las universidades latinoamericanas —depender del ciclo económico y del proceso político y de la capacidad de influir en este último— se reproducirá ya definitivamente entre nosotros.
Y lo que es peor —y si no fuera perjudicial, movería a risa— es que las instituciones puramente docentes, esas que carecen de comunidades de jornada o cuya investigación es exigua, sobrevivirán bastante bien con este sistema que les asegurará la matrícula y, por el bajo coste agregado de su quehacer, les permitirá sobrevivir sin sobresaltos; pero también, en conjunto con el resto del sistema, sin demasiadas ambiciones.
¿Qué puede explicar que se haya deliberado un diseño que, bien mirado, extiende lo que hace algún tiempo se hizo con el sistema escolar al sistema universitario?
Una explicación posible es que en este tema se esté cometiendo el error de considerar el sistema universitario como un sistema más o menos estático, sin considerar las relaciones que median entre el sistema universitario y los niveles de investigación disponibles; el financiamiento del sistema; la sobrevivencia futura de una clase intelectual y académica; y sobre todo, sin atender al hecho que si las universidades transmiten la cultura deben ser, antes que eso, capaces de crearla e incrementarla y que ello requiere de recursos. Y lo que es peor, pareciera que el diseño no ha considerado que el sistema podría segregarse en la peor de las formas: alentando la creación de instituciones que concentren a las personas de altos ingresos, y a la vez estandarizando hacia un quehacer predominantemente docente a aquellas que, empeñadas en la diversidad, sigan adhiriendo al sistema de financiamiento público, mientras cruzan los dedos para que el ciclo económico y las influencias políticas ojalá, y al menos de vez en cuando, las favorezcan. (El Mercurio)
Carlos Peña