Chile suele ser considerado un país serio, de acuerdo a la mayoría de los rankings que miden aspectos institucionales de los países. Solemos estar en el primer lugar de América Latina, y en algunos casos bien ubicados a nivel mundial. Sin embargo, no podemos ser ciegos frente al hecho evidente que estamos deteriorando esa condición. Todo el proceso que ha rodeado la aprobación en la Cámara de Diputados del proyecto del Partido Comunista que reduce la jornada laboral es la antítesis de la seriedad; ningún estudio que muestre sus efectos, un amplio rechazo de expertos de distintas tendencias, presidente del Banco Central incluido, y serios visos de inconstitucionalidad, todo lo cual ha pesado nada para su aprobación en la Comisión de Trabajo, saltándose el reglamento del poder legislativo. Hay que decir también que la forma en que el gobierno intentó en forma tardía frenar la arremetida comunista tampoco estuvo a la altura. En fin, una comedia de errores, pero que nos puede costar muy cara, y que además terminarían pagando los trabajadores más vulnerables, aquellos a quienes los promotores de esta mala iniciativa dicen defender.
Es cierto que faltan antecedentes para hacer una evaluación seria de los efectos que podría tener esta reducción de jornada, y que tampoco hay estudios acabados sobre los efectos que tuvo la reducción de jornada de 48 a 45 horas semanales implementadas en 2005, pero hay evidencia más que contundente de que tenemos un problema de informalidad laboral, que en vez de aminorarse tiende a agravarse, a lo que se suma la constatación a partir de sucesivas encuestas CASEN del elevado grado de segregación del mercado laboral, que también ha tendido a aumentar en la última década.
No es extraño que así ocurra; nos hemos dedicado en años recientes a encarecer y desincentivar la contratación formal a través de leyes, lo que se da en conjunto con un rápido proceso de automatización, fomentado artificialmente por la normativa laboral. Reforma sindical, aumentos generosos de salario mínimo, extensión del post-natal parental, proyectos de sala cuna, pensiones, y ahora reducción de jornada, están pasando a ser un mix que castiga la demanda de trabajo, afectando especialmente a los trabajadores menos capacitados. Si a esto sumamos el completo fracaso de las políticas de capacitación laboral, que ha llevado a reducir los recursos públicos destinados a este tema, pareciera que los políticos se hubieran puesto como meta aumentar la desigualdad en Chile.
Se suele decir que en Chile existen enormes brechas salariales, pero poco se menciona que una de las razones principales de la desigualdad es la falta de acceso al mercado laboral formal por parte de los sectores de bajos ingresos. El país ha crecido, ha reducido la pobreza, los niveles de escolaridad han mejorado, pero cada vez es más difícil que un hombre o una mujer de los sectores de bajos ingresos logren tener un trabajo formal. Es inevitable pensar que la rigidización de la regulación laboral sea responsable de este grave problema. Los datos son muy impactantes a este respecto. De acuerdo a la CASEN de 2011, ese año uno de cada cuatro hombres en edad de trabajar del decil más pobre tenía un empleo formal (24,7%), y una de cada 10 mujeres (10%). Para el 10% más rico las cifras eran de 52% en el caso de los hombres y de 39% para las mujeres, lo que ya constituye brechas elevadas. En 2017 la situación era mucho peor. El porcentaje de hombres ocupados formales en el primer decir se redujo a 15% (10 puntos menos) y el de las mujeres a 7,5%, mientras que en el decir superior hubo una mejoría importante, la ocupación formal de los hombres subió a un 62%, y la de las mujeres a un 56%. El mix de políticas y de cambios tecnológicos ha contribuido a la formalidad laboral de los sectores de altos ingresos, mientras los más pobres caen crecientemente en la informalidad.
Por favor, señores legisladores, supuestos defensores de los más necesitados en Chile, ¡empiecen a hacerse responsables de los daños y la creciente desigualdad que están generando!
Cecilia Cifuentes/El Líbero