Tenemos una extraña facilidad para convertir los temas sustantivos en debates accesorios; lo que debía ser un análisis serio y ponderado sobre el proyecto de despenalización del aborto bajo tres condiciones precisas,derivó casi al instante en una discusión respecto a si las clínicas católicas debían estar obligadas a realizarlo en caso de convertirse en ley.
Como su nombre lo indica, este iba a ser un proyecto sobre la‘despenalización’ de una práctica sanitaria, es decir, una iniciativa para que las mujeres que lo requirieran en caso de cumplir con alguna de las condiciones, junto a los médicos e instituciones de salud dispuestos a efectuarla, no fueran expuestos a los riesgos de una sanción penal. Ese era, se nos dijo, el objeto de esta propuesta.
Ahora, en cambio, lo que se discute es si un centro de salud de orientación religiosa debe o no ser obligada a pasar por encima de sus convicciones y normas internas, para efectuar el procedimiento al margen de su voluntad.
La posición de la Iglesia y de la Universidad Católica sobre esta iniciativa era obvia y la única esperable. Que el gobierno y un sector de la Nueva Mayoría pretendan hoy trasladar la discusión a la posibilidad de obligar a las clínicas católicas a realizar abortos no tiene, en rigor, ninguna relación con el espíritu de un proyecto cuyo único horizonte, se suponía, era conceder la despenalización bajo ciertas condiciones. La sola explicitación del rector de la UC de su esperable negativa a practicar abortos en sus centros médicos, lo hizo de inmediato merecedor de críticas a su ‘destemplanza’ por parte del ministro del Interior, y a ser amenazado de una eventual expropiación de la clínica universitaria por un diputado socialista.
El Gobierno de Bachelet y la coalición oficialista deben ser precisos frente a un tema que no sólo supone criterios de política sanitaria, sino que posee hondas implicaciones éticas y religiosas.
Si lo que se buscaba era únicamente despenalizar el aborto en ciertas condiciones, no se puede ahora estar instalando un debate sobre la obligatoriedad de realizarlo, incluso para aquellas instituciones que tienen objeciones doctrinarias. Si lo que la autoridad quería, en cambio, era convertir al aborto en ciertas condiciones en un ‘derecho social’ para poder consagrar su obligatoriedad, debió presentar otro proyecto, uno donde quedara clara dicha finalidad y cuyo eje no fuera única o principalmente la despenalización.
En definitiva, lo observado en estos primeros días de discusión sobre el aborto ilustra los riesgos de instalar un debate de esta relevancia sin precisar sus fines o, lo que sería aún más grave, teniendo una agenda paralela.
Si lo que de verdad se pretende es acotar la iniciativa legal a la despenalización en sólo tres condiciones precisas, la autoridad tiene entonces la obligación ética y política de fijar el marco de la discusión, no contribuyendo a su ambigüedad. Es lo que ha faltado en estos días: un debate bien instalado, con sus límites claros para poder analizar en serio sus bondades y riesgos. El gobierno y sus parlamentarios son los llamados ahora a agotar los esfuerzos para que una iniciativa desde todo punto de vista trascendente, no tenga la más mínima posibilidad de incluir ‘mercancía de contrabando’. (La Tercera)