El realizador chileno falleció ayer a los 59 años debido a un cáncer linfático que arrastraba hace nueve años. Ligado recientemente a la televisión, logró el Oso de Plata en el Festival de Berlín de 1991 por su película La Frontera y puso al cine chileno en el mapa mundial.
La escena es conocida y a estas alturas antológica: Ramiro Orellana, interpretado por el actor chileno Patricio Contreras, baila junto a otro hombre en un bar de mala muerte de Puerto Saavedra. Juntos se dicen unas cuantas verdades, se impregnan del mutuo vaho de alcohol y dibujan uno de los pasajes más venerables del cine chileno de los últimos 25 años. Es, para entendernos, una de las tomas culminantes de la película La frontera, que en el año1991 le significó el Oso de Plata al realizador chileno Ricardo Larraín. Ayer, a un cuarto de siglo de haber obtenido tal distinción, el cineasta falleció debido al empeoramiento de un cáncer linfático (linfoma de no-Hodgkin) que lo aquejaba desde el año 2007.
Larraín, que en el último tiempo había abandonado el cine de la gran pantalla para concentrarse sobre todo en sus proyectos televisivos, murió cerca de las 20 horas en su casa y rodeado de su esposa, hijos y sus más cercanos. “La enfermedad siempre iba y venía, pero ya en los últimos meses lo atacó bastante fuerte y llevaba un tiempo en cama. Afortunadamente se mantuvo lúcido hasta el final y sólo el sábado pasado hablamos de varios proyectos que teníamos juntos”, decía ayer Guillermo Bravo, uno de sus colaboradores más cercanos y creador de la Escuela de Cine de la Universidad Mayor junto a Larraín. “Si es que había algo que últimamente lo tenía muy inquieto e interesado era su gran proyecto sobre O’Higgins, en particular la tercera parte que iba tener que ver con su exilio”, destacó Bravo.
Es más, apenas el año pasado Ricardo Larraín había obtenido la suma de 298 millones de pesos para realizar la segunda parte de su trilogía sobre el padre de la patria, que había comenzado en el 2014 con El niño rojo, emitida en su momento en calidad de miniserie por Mega. Actualmente la continuación, que tenía por nombre El guerrero enamorado y se centraba en los amoríos de O’Higgins con Rosario Puga, se encontraba en fase de producción. Para Larraín, la vida del libertador de Chillán se había transformado en una especial empresa, una a la que le tenía un cariño único y a la que había dedicado todas sus fuerzas, luchando contra el viento y la marea de las enfermedades y los inconvenientes presupuestarios. “Para él, O’Higgins era una suerte de reflejo de lo que es Chile. O más bien, llevar la vida de O’Higgins al cine era también reflejar la naturaleza de nuestro país en términos cinematográficos”, agrega Bravo.
Del drama a la comedia
Formado en la Escuela de Artes de la Comunicación de la Universidad Católica (donde fue alumno del influyente sacerdote y documentalista Rafael Sánchez), Ricardo Larraín entró por la puerta grande al cine en el año 1991 con la citada La frontera, película sobre un relegado en el sur de Chile. Ambientada en la zona de Puerto Saavedra y protagonizada por Patricio Contreras y Gloria Laso, la cinta evocó con un dramatismo pocas veces visto en el cine local la historia de un perseguido por la dictadura. Larraín se alejó de las proclamas meramente proselitistas para relatar el conflicto humano de un hombre varado en el fin del mundo, enfrentado a un paisaje humano y físico fascinante.
La película fue, junto a La luna en el espejo de Silvio Caiozzi, una de las primeras del cine post-dictadura que mostró una cara nueva del quehacer fílmico local en extranjero. Si el íntimo y detallista filme de Caiozzi se llevó la Copa Volpi a Mejor Actriz para Gloria Munchmeyer en el Festival de Venecia de 1990, la épica y ambiciosa propuesta de Larraín obtuvo apenas unos meses después el Oso de Plata en el Festival de Berlín 1991 y en la misma época también se quedó con el Goya a Mejor Película Hispanoamericana.
Sobre la obra de Larraín, la directora de la Cineteca Nacional Mónica Villarroel y coautora del libro Señales contra el olvido, afirma: “Ricardo Larraín fue un cineasta que marcó profundamente el regreso del cine en la transición con una forma de filmar que no sólo estaba arraigada en el conocimiento del oficio sino en una búsqueda de nuestra identidad en cada una de sus producciones. Obviamente la que más trascendió fue La frontera, que desde el relato de la historia de un profesor de matemática nos habló de los dolores y desarraigos de la dictadura”.
Las cosas, sin embargo, no siempre fueron fáciles para el director y tras La frontera se piso la vara aún más alta con la película El entusiasmo, una coproducción con España, que además contó con la participación de las actrices hispanas Carmen maura y Maribel Verdú, ambas en un momento cúspide de sus respectivas carreras. Cinta de larga gestación y ambiciones quizás más altas que las de La frontera, El entusiasmo narraba una historia de amistad y de triángulos amorosos con el telón de fondo del Chile exitista de los 90. Es probable que después de todo, el tronco argumental de fondo de esta cinta fuera ese falso culto al capitalismo de cartón piedra en que creían estos jaguares del sur de América. El filme, que transcurría en gran parte en el norte de Chile, no logró el éxito de crítica y público esperado y después de eso Larraín abandonó.
En Chile, uno de los que siguió de cerca su carrera fue el crítico de cine Ascanio Cavallo, que curiosamente sentía un especial afecto por la incomprendida El entusiasmo, como lo dejaba en claro en su libro Huérfanos y perdidos. Al ser consultado ayer, destacaba también las cualidades humanas del realizador: “Un buen cineasta es más grande cuando es una buena persona. En eso, Larraín tiene poca competencia en el cine chileno. Además, por supuesto, siempre tendremos las inolvidables imágenes de La Frontera”.
Tras El entusiasmo, el director tuvo un paso por el área dramática de Canal 13 y en el año 2008 salió del silencio con algo totalmente nuevo: la comedia Chile puede, protagonizada por Boris Quercia.
Luego vendrían los años de lucha contra la enfermedad, de creación de la Escuela de Cine de la Universidad Mayor y de entrega a sus proyectos televisivos. “Tenía fe en todas las nuevas generaciones de cineastas chilenos. Mucha fe. De lo contrario no hubiéramos hecho la Escuela”, comentaba su amigo Guillermo Bravo.