Munchhausen o el regreso de los misiles

Munchhausen o el regreso de los misiles

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El 26 de julio es siempre una fecha emblemática para el régimen cubano. Celebra el momento en que su fundador, Fidel Castro asalta un cuartel militar e inicia su lucha guerrillera. Desde entonces, muchísima agua ha pasado bajo un puente lleno de dislates y desvaríos. Es un régimen con trazos novelescos. La historia de los hermanos Castro y varios de sus acompañantes se asemeja -y harto- a la tórrida vida del barón de Munchhausen con su estela de fantasiosas peripecias, desbordando cualquier imaginación. El cine y la literatura han contribuido a generar esa atmósfera.

Este aniversario encuentra al régimen sumido en una especie de nihilismo gubernativo y en un peligroso declive de su población. Sin embargo, también ad portas de un posible giro histórico. No sería extraño el inicio de otra etapa, donde el régimen sea subsumido de nuevo por el gran juego de ajedrez global y por las necesidades geopolíticas.

Tal conjetura se enmarca en el anunciado despliegue de misiles estadounidenses de largo alcance, SM-6 y Tomahawk en Alemania y en otros países europeos, lo que podría convertir a la isla de Castro nuevamente en un foco de interés geopolítico global, similar a la crisis de los misiles de 1962.

Ante el curso que está tomando la guerra en Ucrania, y las consecuencias en todo el continente europeo, corresponde plantearse la idea de un renovado contra-despliegue ruso en Cuba. Esta vez, con sus Iskander y Kinzhal, esos temibles misiles hipersónicos.

Baste recordar que fue Nikita Jrushov el de la idea de utilizar a Cuba en 1962 para replicar el emplazamiento de los entonces poderosos cohetes estadounidenses PGM Júpiter en Turquía para poner a las principales ciudades estadounidenses a minutos de un ataque devastador. Fue la denominada Operación Anadyr, cuyo nombre rememora la operación planificada por Stalin para invadir Alaska si fracasaban las conversaciones post Segunda Guerra Mundial en Potsdam. Jrushov instaló en Cuba un poderoso arsenal balístico y nuclear.

Castro aceptó feliz ponerse a disposición de esa gran maniobra por una razón muy sencilla. Le permitía jugar en las grandes ligas de la política mundial. Su gran sueño.

Hoy en día, sus sucesores ya no tratan de exportar su revolución ni tienen los mismos desvaríos de grandeza. Perdieron las “altas expectativas”. Pasan por necesidades materiales demasiado angustiantes. La isla se ha adentrado en un estado de revolución zombie, en el decir de Emanuel Todd. Además, las potencias occidentales parecen haber olvidado la frase de Castro a Kennedy tras la instalación de aquellas ojivas y misiles: “No cometan errores, podría ser el último. Si nos atacan serán barridos de la faz de la Tierra”.

No se necesita ser adivino para advertir ahora que Rusia claramente coquetea con la posibilidad. A mediados de junio, una flotilla nada convencional atracó en La Habana. Especial sobresalto provocó la llegada de un submarino nuclear capaz de alcanzar blancos ubicados a dos mil 500 kms.

Ciertamente, no deja de impresionar cómo la escalada a propósito de Ucrania parece ir situando al planeta de nuevo al borde de una hecatombe apocalíptica, traccionada por un conjunto de decisiones que, a la distancia, suenan del todo descabelladas. Por lo mismo, se trata de una dinámica que requiere ser vista con frialdad.

Y es que, aunque como bien observa L. Zanatta, el régimen revolucionario cubano se reduce a una gran metáfora -a una distancia monstruosa entre el sueño y la realidad- lo determinante sigue siendo su ubicación geográfica.

Esto pone a los cubanos común y corrientes ante una fuerte encrucijada. No es un misterio que la sociedad está deseosa de terminar con las aventuras de los Munchhausen revolucionarios, pero, por otra parte, emerge el viejo axioma de las relaciones internacionales en orden a que la naturaleza es la que impone.

Esta renovada perspectiva geopolítica puede, por un lado, interpretarse como una especie de salvavidas del régimen. Sin embargo, por otro, una serie de dificultades configuran una situación harto distinta.

La primera y más importante es la asfixia colectivizante. Hay coincidencia en que el régimen se ha debilitado muy seriamente en su base social producto de ella. El afán de buscar un igualitarismo absoluto ha generado en las personas una sensación de empobrecimiento espiritual lanzándolas a una situación de desesperación.

Inocultable es el deseo mayoritario de terminar con esa perversa religión de Estado en torno al vocablo “revolución”, la cual, ubicada en lo más sagrado del altar, divide odiosamente a los cubanos en fieles y herejes.

Justamente, una de las características más repudiadas del régimen es el esfuerzo de los Castros por deshumanizar a sus opositores. A todos, sin excepción, los ha denostado sucesivamente, según las necesidades. Parias, gusanos, anti-sociales, lacayos del imperialismo, parásitos pequeñoburgueses y muchos otros epítetos.

Esa efervescencia social tiene al país en una situación muy distinta a la de 1962. Ya no hay fervor revolucionario. Las nuevas generaciones han perdido el miedo a la represión y al despotismo. La retahíla de adjetivos contra opositores terminó rompiendo la comunidad de ideas entre gobernantes y gobernados, perdiendo la fuerza de antaño. Por otra parte, la escandalosa “pedagogía del paredón” se muestra ineficaz.

Por eso, no extraña la perversa forma de protesta incubada en los últimos años, y con demoledoras consecuencias en el mediano plazo, como es el “arma demográfica”. Hay un dramático envejecimiento de la población y un descenso de su población, producto de la baja natalidad, la emigración masiva y el uso licencioso de los abortos. Hay estudios indicativos que en un par de décadas más Cuba podría ver reducida su población a la mitad. También están los avances tecnológicos que han ayudado a cambiar el estado de situación. La proliferación de internet y los celulares han conseguido hacer trascender cuanto ocurre en la isla.

Por todo ello, una nueva crisis de misiles tendría como trasfondo un régimen inseguro, sin saber para dónde va, y a una población con otras preocupaciones, donde sobresale una creciente nostalgia por los años previos a la revolución. Zanatta, que ha investigado a fondo el desastre cubano, y que nadie podría calificar de paria o lacayo del imperialismo, señala que el ingreso per cápita cubano en 1959 era superior al italiano y al japonés, que el peso se mantuvo estable por más de veinte años en relación a otras divisas, que la mortalidad infantil era inferior a la de varios países europeos y que Cuba era el cuarto país del mundo con más televisores y radios. Todo eso ha desatado una explosión de nostalgia inexistente en 1962.

Finalmente, está la anomia económica. Tal como se ha venido advirtiendo, Cuba vive un colapso energético sin solución dentro del esquema revolucionario.

Este conjunto de dificultades hacen que Cuba se parezca hoy más a Haití que a cualquier otro país latinoamericano y muchas de sus ciudades y pueblos parezcan más favelas que urbes. Ni siquiera tienen ese skyline famoso de las caricaturas de Palomo, un antiguo dibujante de poblaciones marginales que las llenaba de antenas de recepción para señales de televisión.

Por último, hay otra diferencia muy importante. Díaz-Canel, el apparatschick que ejerce el gobierno, carece de la autoritas alcanzada por los Castro. A los misiles no los recibirá esta vez un Munchhausen que cuente historias fantasiosas. (El Líbero)

Iván Witker