El Museo Histórico Nacional que visité por primera vez en los 1960 era un lugar polvoriento, pobretón en su apariencia. Tuvo evolución, primero al trasladarse a su actual ubicación hacia 1980 y mejorar su presentación; desde los 1990 se produjo una segunda fase para ponerlo a tono con concepciones actuales de la función de un museo. Vino el esperado e inevitable debate por la presencia de la historia del siglo XX, antes casi ausente, y por la versión que se transmitía acerca del Chile contemporáneo desde los 1960 hasta el presente. Con todo, está en deuda en este aspecto, aunque sea meterse donde las papas queman. Habría que adoptar la idea de que al actual Museo habría que agregarle un pabellón, ojalá en las cercanías, sobre el siglo XX hasta nuestros días.
Le salió una competencia vigorosa con el Museo de la Memoria, que ha tenido un éxito singular en convocar público, jóvenes en particular. Obedece a las demandas más exigentes de lo que se espera de un museo en nuestro tiempo. Con todo, este tipo de museos -en este caso dedicado a los excesos y crímenes de los años del régimen de Pinochet- recorta con tijera lo que desea exhibir de todo contexto nacional o contraejemplo en temas que van a ser disputados por mucho tiempo más.
Lo mismo ahora con la idea de un «museo de la democracia». Cierto que muchos no están conscientes de que hemos vivido lo que en muchos aspectos ha sido el mejor período de nuestra historia desde el 1900; será una época que la lloraremos a mares cuando la perdamos. Sin embargo, idealizarla por medio de un museo tiene un sabor a embellecimiento almibarado, y tras la primera curiosidad que pueda despertar será tenida por amontonamiento de lugares comunes y beaterías. No tendrá credibilidad ni abrirá a la meditación por el valor de la democracia. Otra cosa es que un sector cree su propio museo, de primera calidad como el caso destacado de la casa de Eduardo Frei Montalva, por más que uno difiera de algunas presentaciones. Harina de otro costal es usar a destajo el unilateralismo en los museos públicos.
Porque a la parcialidad de una memoria y desmemoria no se puede responder con una contramemoria, como puja o lid de semejanza lúdica o proceso legal. Entre otras cosas, esto es fragmentar el pasado -y el presente y futuro- sin darnos la oportunidad de hacer de ellos un espacio para entretener y enseñar a pensar. Nos asomamos -no solo los historiadores profesionales- al pasado porque se trata de comprender al ser humano mediante él, como el biólogo lo hace por medio del estudio del cuerpo y el psicólogo por el análisis de la mente.
Un museo público no debe ocultar aspectos representativos del pasado ni tampoco violentar e invisibilizar la conciencia de muchos. Esto porque nuestra historia nos divide, lo que se prolongará quizás por muchas décadas, hasta que se hunda como recuerdo, aunque ojalá no en cuanto conocimiento. Puede que algún día la división sea curiosidad, como aquella de o’higginistas y carreristas; o entre balmacedistas y antibalmacedistas (no duró mucho). Mientras tanto, el Museo -al revés del caso de la reforma agraria- debe ser representativo. ¿Debería ser una síntesis algo matemática de las diferentes interpretaciones? Sería un desastre. ¿Una objetividad científica en búsqueda de la verdad? En este territorio del conocimiento sería una empresa vana y contraproducente desde luego. Todo historiador honesto (virtud ardua de ganarse) debe afanarse por desvelar la verdad, pero jamás se hallará como simple receta, consigna o ready-made . El Museo debe mostrar esta búsqueda y dificultad, testimonio de la historia como problema, formación y misterio.
El Mercurio