Ni la DOS, ni nada parecido

Ni la DOS, ni nada parecido

Compartir

Sería una muy mala señal oponerse a la educación cívica de los chilenos; sería una clara manifestación de mentalidad oligárquica o totalitaria.

La negativa que ha manifestado la oposición podría dar la impresión de que rechaza un supuesto plan de formación ciudadana que la Presidenta Bachelet habría anunciado, pero la realidad no es esa; si el Gobierno hubiese propuesto un auténtico proyecto de educación cívica y la oposición le hubiese negado la sal y el agua, habría motivos para escandalizarse, pero esa no es la situación, porque quien realmente se ha opuesto a un auténtico plan de formación ciudadana ha sido el propio Gobierno.

La razón es simple: el proyecto anunciado por la Presidenta -y que se caracteriza por la misma ambigüedad de todas sus reformas- no es ni educativo ni cívico.

No es educativo, porque excluye a las instituciones que con mayor propiedad podrían realizarlo. Justo cuando el Gobierno trata de convencernos de que le interesa la educación superior, una vez más se demuestra que no es así. Si alguien puede enseñarle seriamente a la ciudadanía los principios constitucionales, esas son las facultades de Derecho. Obviamente, eso habría significado convocar a decenas de universidades muy distintas para que diseñasen programas con diversos enfoques sobre los principios constitucionales y sobre las posibles reformas.

Pero este gobierno no está dispuesto a ese pluralismo. La diversidad es un eslogan que utiliza para ganar adeptos, pero cuando llega el momento de practicarlo, como en este caso, lo olvida por completo. Por eso plantea un programa de difusión constitucional netamente estatal, en que la visión sea monolítica. Una vez más, el Estado trata de arrogarse lo que no le corresponde.

Tampoco el proyecto es cívico. Nada se ha dicho sobre los conceptos que lo inspirarán, ni sobre la metodología específica que se usará para las convocatorias, para las discusiones y para llegar a conclusiones.

Me imagino esas reuniones supuestamente cívicas: sesenta y dos personas en una sala, dirigidas por dos monitores que reparten una cartilla en la que figuran conceptos como «es mejor una Constitución consensuada que una impuesta por la dictadura», o «deben consagrarse los derechos sociales y eliminarse la discriminación»; a continuación se inicia la discusión: no se emiten más que opiniones generales y banales que los monitores van reforzando o rechazando según sean sus contenidos; finalmente, lo conveniente se consigna con aparente solemnidad en unas planillas y se leen unas conclusiones, que ya vienen perfectamente redactadas de antemano. Un acto de supuesta educación cívica se transforma así en una asamblea constituyente en miniatura. Unas cuatrocientas cincuenta y seis en todo el país, con 27.352 asistentes en total, que se expresan finalmente en una gran conclusión: Chile quiere una nueva Constitución. Y aparecen entonces más de cuarenta cláusulas que exige el pueblo reunido en actos que originalmente eran educativos, pero que devinieron en deliberativos, porque ya se sabe que el pueblo alcanza tan altas cotas de lucidez cuando se junta en asambleas.

De cívico, nada: manipulación en las formas e ideología en los contenidos.

Y todo eso, financiado con 3 mil millones de pesos de los chilenos, adjudicados a doscientos activistas completamente convencidos de que deben «obtener» un resultado específico para poder acceder a un nuevo trabajo.

Por todo lo anterior, el problema no consiste en determinar qué repartición estatal debe hacerse cargo de una labor así, sino más bien en cómo evitar que un programa de tal trascendencia pueda quedar en manos de organismo estatal alguno.

Dejar una respuesta